¿Cómo aprendió a contar una historia Alice Munro?

Taller de gestión cultural independiente, Cannes 2024, antología de siete nuevos narradores venezolanos, «Los amores cobardes no llegan ni a amores ni a historias» y la 1° Feria de Editoriales

CIRCULO AMARILLO

MAY 22

Falleció Alice Munro, conocida como la “Chéjov canadiense”. En 2013 recibió el Premio Nobel de Literatura por su maestría en el arte del relato. Te compartimos un fragmento de “Alice Munro en sus propias palabras”, entrevista incluida en el libro Todo queda en casa:

Díganos: ¿cómo aprendió a contar una historia, y a escribirla?

Yo inventaba historias constantemente; el camino de casa a la escuela era largo, y por regla general durante ese trayecto inventaba historias. Conforme fui creciendo los cuentos versaban cada vez más sobre mí misma, era como una heroína en una u otra situación; no me molestaba que los cuentos no se publicaran enseguida y no sé si pensaba siquiera en que otras personas los conocieran o los leyeran. Lo importante era la propia historia, generalmente una historia muy satisfactoria desde mi punto de vista, teniendo en mente la valentía de la sirenita, que ella era inteligente, que era capaz de hacer un mundo mejor, porque actuaba y tenía poderes mágicos y habilidades por el estilo.

¿Era importante que la historia se contara desde la perspectiva de una mujer?

No creía que eso fuera importante, pero tampoco pensaba nunca en mí misma como en algo que no fuera una mujer, y hubo muchas buenas historias sobre niñas y mujeres. Quizá al llegar a la adolescencia el asunto tenía más que ver con ayudar al hombre a satisfacer sus necesidades, etcétera, pero de niña yo no tenía absolutamente ningún sentimiento de inferioridad por ser mujer. Y es posible que eso se debiera al hecho de haber vivido en una parte de Ontario donde eran sobre todo las mujeres las que leían, las que contaban la mayoría de las historias, mientras los hombres estaban fuera haciendo cosas importantes; ellos no se dedicaban a las historias. De modo que me sentía como en casa.

¿Qué es lo importante para usted cuando cuenta una historia?

Bueno, en aquellos primeros días lo importante era, sin duda, el final feliz, pues yo no toleraba finales infelices para mis heroínas. Más adelante empecé a leer obras como Cumbres borrascosas, y había finales muy, muy infelices, de modo que cambié mis ideas por completo y opté por lo trágico, y me gustó.

¿Qué puede haber tan interesante en la descripción de la vida provinciana canadiense?

Hay que estar allí. Pienso que cualquier vida puede ser interesante, cualquier entorno puede ser interesante. Creo que no habría sido tan osada si hubiera vivido en una ciudad, compitiendo con personas con lo que puede denominarse un nivel cultural, en general, más alto. Yo no tuve que enfrentarme a eso. Era la única persona que conocía que escribía cuentos, aunque no se los contara a nadie, y hasta donde sabía, al menos durante un tiempo, la única persona capaz de hacerlo en el mundo.

¿Siempre ha tenido esa seguridad en su escritura?

La tuve durante mucho tiempo, pero me volví muy insegura cuando crecí y conocí a otras personas que también escribían. Entonces me di cuenta de que el trabajo era un poco más difícil de lo que creía. Pero nunca me rendí, aquello era mi vida.

Cuando empieza un cuento, ¿tiene siempre desarrollado el argumento?

Sí, pero luego a menudo cambia. Empiezo con un argumento y trabajo en él, y luego veo que sigue otro camino y que pasan cosas mientras escribo, pero tengo que empezar con una idea bastante clara de por dónde va la historia.

¿Hasta qué punto le absorbe la historia cuando está escribiendo?

¡Ah, por completo! Pero siempre daba de comer yo a mis hijos, ¿eh? Yo era un ama de casa, de modo que aprendí a escribir en los ratos libres, y creo que nunca lo dejé, aunque hubo momentos en que me sentí muy desalentada, porque empecé a ver que los cuentos que escribía no eran muy buenos, que tenía mucho que aprender y que era un trabajo muchísimo más difícil de lo que yo esperaba. Pero no me detuve, no creo que lo haya hecho nunca.

¿Qué parte es la más difícil cuando quiere contar una historia?

Creo que probablemente cuando terminas la historia y te das cuenta de lo mala que es. Ya sabe: la primera parte, entusiasmo; la segunda, ¡bastante bueno!; pero luego te levantas una mañana y piensas “Qué disparate”, y es entonces cuando realmente tienes que ponerte a trabajar en ello. A mí siempre me parecía que eso era lo que tenía que hacer: si la historia no funcionaba era culpa mía, no de la historia.

Pero ¿cómo le da la vuelta a la historia si no se siente satisfecha?

Trabajando duro. Intento pensar en un modo mejor de contarla. Tienes personajes a los que no has dado una oportunidad, y tienes que pensar en ellos o hacer algo completamente distinto con ellos. En mis primeros días era propensa a utilizar una prosa muy florida, y poco a poco aprendí a eliminar muchas cosas. Solo hay que seguir pensando en ello y averiguar cada vez más de qué iba la historia, al principio creías que la habías entendido, pero en realidad tenías mucho más que aprender de ella.

Todo queda en casa. Cuentos escogidos (2014)

¿Quién te crees que eres? (2019)

La vida de las mujeres (2011)

Las lunas de Júpiter (1990)

Algo que quería contarte (2021)

Puedes leer el cuento aquí

Narrativa Breve

Corrección de estilo, historias cortas, cuentos, poemas, entrevistas literarias…

Los mejores 1001 cuentos literarios de la Historia (72): «Las lunas de Júpiter», de Alice Munro

El escritor y académico Antonio Muñoz Molina, pieza clave de la narrativa española contemporánea (Beatus IlleSefaradPlenilunioLa noche de los tiempos…), nos recomienda el cuento “Las lunas de Júpiter”, de Alice Munro, autora que “soporta” con mucho honor ser conocida como “la Chéjov canadiense”.

“Las lunas de Júpiter” fue publicado en 2010 por Debolsillo, del grupo Random House,  con la traducción de Esperanza Pérez Moreno.

LAS LUNAS DE JÚPITER

Alice Munro

Encontré a mi padre en el ala de cardiología, en el octavo piso del Hospital General de Toronto. Estaba en una habitación semiprivada. La otra cama estaba vacía. Dijo que su seguro hospitalario cubría solo una cama en el pabellón, y que estaba preocupado por que pudieran cobrarle un suplemento.

–Yo no he pedido una semiprivada –dijo.

Le dije que probablemente las salas estuvieran llenas.

–No. He visto algunas camas vacías cuando me llevaban con la silla de ruedas.

–Entonces será porque te tenían que conectar con esa cosa –le dije–. No te preocupes. Si te van a cobrar un suplemento, te lo dicen.

–Eso será probablemente –dijo–. No querrían esos trastos en las salas. Supongo que eso estará cubierto.

Le dije que estaba segura de que sí.

Tenía cables pegados al pecho. Una pequeña pantalla colgaba por encima de su cabeza. En ella, una línea brillante y dentada parpadeaba continuamente. El parpadeo iba acompañado de un nervioso zumbido electrónico. El comportamiento de su corazón estaba a la vista. Intenté ignorarlo. Me parecía que prestarle tanta atención –exagerar, de hecho, lo que debería ser una actividad totalmente secreta– era buscar problemas. Cualquier cosa exhibida de aquel modo era propensa a estallar y volverse loca.

A mi padre no parecía importarle. Decían que le tenían con tranquilizantes. “Ya sabes –decía–, las pastillas de la felicidad”. Parecía tranquilo y optimista.

Había sido distinto la noche anterior. Cuando le llevé al hospital, a la sala de urgencias, estaba pálido y con la boca cerrada. Abrió la puerta del coche, se quedó de pie y dijo despacio:

–Quizá sea mejor que me traigas una de esas sillas de ruedas.

Utilizaba la voz que siempre ponía en una crisis. Una vez, nuestra chimenea se incendió; era domingo por la tarde y yo estaba en el comedor poniendo alfileres en un vestido que estaba haciendo. Entró y dijo con aquella mismo voz flemática y admonitoria:

–Janet, ¿sabes dónde hay polvos de levadura?

Los quería para echarlos al fuego. Luego dijo:

–Supongo que ha sido culpa tuya… Coser en domingo. Tuve que esperar durante más de una hora en la sala de espera en urgencias. Llamaron a un especialista de corazón que estaba en el hospital, un hombre joven. Me hizo pasar a una sala y me explicó que una de las válvulas del corazón de mi padre se había deteriorado tanto que debía ser operado inmediatamente.

Le pregunté qué sucedería si no.

–Tendría que estar en la cama –dijo el médico.

–¿Cuánto tiempo?

–Quizá tres meses.

–He querido decir, ¿cuánto tiempo vivirá?

–Eso es lo que yo también he querido decir –dijo el doctor.

Fui a ver a mi padre. Estaba sentado en la cama que había en el rincón, con la cortina descorrida.

–Es malo, ¿verdad? –me preguntó–. ¿Te ha dicho lo de la válvula?

–No es tan malo como podía ser –le dije. Luego repetí, incluso exageré, cualquier cosa esperanzadora que el médico me hubiese dicho– No estás en peligro inmediato. Tu condición física es buena, por lo de demás.

–Por lo demás –dijo mi padre con pesimismo.

Yo estaba cansada de haber conducido todo el camino hasta Dalgleish, preocupada por devolver el coche de alquiler a tiempo, e irritada por un artículo que había estado leyendo en una revista en la sala de espera. Era sobre otra escritora, una mujer más joven, más guapa y probablemente con más talento que yo. Yo había estado en Inglaterra durante dos meses, de modo que no había visto antes aquel artículo, pero me pasó por la cabeza mientras lo estaba leyendo que mi padre lo habría leído. Podía oírle decir: “Bueno, no he visto nada sobre t en Maclean´s”. Y si hubiese leído algo sobre mí diría: “Bueno, no tengo una gran opinión de ese reportaje”. Su tono sería festivo e indulgente, pero produciría en mí una familiar tristeza de espíritu. El mensaje que recibí de él era sencillo: Hay que luchar por conseguir la fama y luego pedir perdón por ella. Tanto si la consigues como si no, tú tendrás la culpa.

No me sorprendieron las noticias del médico. Estaba preparada para oír algo parecido y estaba contenta conmigo misma por contármelo con calma, del mismo modo que estaría contenta conmigo misma por vendar una herida o por mirar desde el endeble balcón de un edificio alto. Pensé: Sí, es la hora; tiene que haber algo, aquí está. No sentí la protesta que habría sentido veinte, incluso diez años antes. Cuando vi por la cara de mi padre que él la sentía, que el rechazo le subía de un salto tan prontamente como si hubiese tenido treinta o cuarenta años más joven, mi corazón se endureció, y hablé con una especie de atormentadora alegría.

–Por lo demás, estás pletórico –dije.

Al día siguiente era de nuevo él mismo.

Así es como yo lo habría expresado. Dijo que ahora le parecía que el joven, el médico, pudiera haber estado demasiado impaciente por operar.

–Un bisturí un poco fácil –dijo. Estaba burlón y alardeando de jerga hospitalaria. Dijo que otro doctor le había examinado, un hombre mayor, y le había expresado su opinión de que descanso y medicación podrían surtir efecto.

Yo no pregunté qué efecto.

–Dice que tengo una válvula defectuosa. Está ciertamente dañada. Querían saber si tuve fiebres reumáticas cuando era niño. Yo le dije que no lo creía, pero entonces la mitad de las veces n te diagnosticaban lo que tenías. Mi padre no era ciertamente alguien que fuese a buscar al médico.

El recuerdo de la infancia de mi padre, que yo siempre me había imaginado como sombría y peligrosa –la modesta granja, las hermanas atemorizadas, el padre severo–, me hicieron menos resignada ante su muerte. Pensé en él huyendo para irse a trabajar en los barcos del lago, corriendo por las vías del ferrocarril hasta Gorderich, a la luz del anochecer. Acostumbraba a contar aquel viaje. En algún lugar de la vía encontró un membrillo. Los membrillos son raros en nuestra zona del país; de hecho, no he visto nunca ninguno. Ni siquiera el que encontró mi padre, aunque una vez nos llevó de excursión para ir a buscarlo. Pensó que conocía el cruce cerca del que estaba, pero no pudimos encontrarlo. No pudo encontrar el fruto, desde luego, pero quedó impresionado por su existencia. Le hizo pensar que había llegado a una nueva parte del mundo.

El muchacho fugado, el superviviente, un anciano atrapado aquí por su corazón estropeado. Yo no buscaba estos pensamientos. No me importaba pensar en su personalidad de joven. Incluso su torso desnudo, fornido y blanco –tenía el cuerpo de un trabajador de su generación, raramente expuesto al sol– era un peligro para mí; parecía tan fuerte y joven. El cuello arrugado, las manos y los brazos manchados por la edad, la estrecha y comedida cabeza, con su pelo fino y canoso y su bigote, se parecían más a lo que yo estaba acostumbrada.

–¿Y para qué quiero que me operen? –decía mi padre razonablemente–. Piensa en el riesgo a mi edad, ¿y para qué? Unos cuantos años como máximo. Creo que lo mejor que puedo hacer es irme a casa y tomármelo con calma. Rendirme con elegancia. Eso es todo lo que se puede hacer a mi edad. Tu actitud cambia, ¿sabes? Se sufren cambios mentales. Parece más natural.

–¿El qué? –le pregunté.

–Bueno, la muerte. No hay nada más natural. No, a lo que yo me refiero, en particular, es a no operarme.

–¿Eso parece más natural?

–Sí.

–Tienes que decidirlo tú –le dije, pero yo lo aprobaba. Eso era lo que yo habría esperado de él. Siempre que hablaba a la gente de mi padre subrayaba su independencia, su autosuficiencia, su paciencia. Trabajaba en una fábrica, trabajaba en su jardín, leía libros de historia. Podía hablar de emperadores romanos o de las guerras de los Balcanes. Nunca se quejaba.

Judith, mi hija pequeña, había ido a buscarme al aeropuerto de Toronto dos días antes. Había ido con el chico co el que estaba viviendo, y cuyo nombre era Don. Se iban a México por la mañana, y mientras yo estuviera en Toronto me quedaría en su apartamento. Por ahora vivo en Vancouver. A veces digo que no tengo mi centro de operaciones en Vancouver.

–¿Dónde está Nichola? –pregunté, pensando de inmediato en un accidente o en una sobredosis.

Nichola es mi hija mayor. Era estudiante del conservatorio, después se hizo camarera, luego se quedó sin trabajo. Si hubiese estado en el aeropuerto, probablemente yo habría dicho algo inoportuno. Le habría preguntado cuáles eran sus planes y ella se habría echado el cabello hacia atrás con elegancia y habría dicho: “¿Planes?”, como si fuese una palabra que yo hubiese inventado.

–Sabía que lo primero que harías sería preguntar por Nichola.

–No es así. He dicho hola y…

–Bueno, coge tu maleta –dijo Don con voz neutral.

–¿Está bien?

–Estoy segura de que sí –dijo Judith en un falso tono de burla–. No estarías sí si fuese yo quien no estuviera aquí.

–Pues claro que sí.

–No. Nichola es el bebé de la familia. ¿Sabes? Tiene cuatro años más que yo.

–Yo debería saberlo.

Judith dijo que no sabía exactamente dónde estaba Nichola. Dijo que Nichola se había ido de su apartamento (¡aquel basurero!) y que la había telefoneado incluso (lo que ya es mucho, se podría decir, que Nichola telefonee) para decir que quería estar incomunicada durante un tiempo, pero estaba bien.

–Le dije que te ibas a preocupar –dijo Judith más amablemente, camino de la camioneta. Don estaba delante, con mi maleta–. Pero no te preocupes. Está bien, créeme.

La presencia de Don me incomodaba. No me gustaba que él oyera estas cosas. Pensé en las conversaciones que debían de haber tenido, Don y Judith. O Don, Judith y Nichola, porque Nichola y Judith estaban a veces en buenas relaciones. O Do, Judith, Nichola y otros cuyos nombres ni siquiera conocía. Habría hablado de mí. Judith y Nichola intercambiando opiniones, contando anécdotas; analizando, lamentando, culpando, perdonando. Ojalá hubiese tenido un chico y una chica. O dos chicos. No habrían hecho eso. Los chicos probablemente no pueden saber tanto de una.

Yo hacía lo mismo a esa edad. Cuando tenía la edad que tiene ahora Judith hablaba con mis amigos en la cafetería de la facultad, o por la noche, tomando café en nuestras habitaciones baratas. Cuando tenía la edad que Nichola tiene ahora, yo la tenía a ella en un capazo, o revolviéndose en mi regazo, y tomaba también café todas las tardes lluviosas de Vancouver, con una vecina amiga, Ruth Boudreau, que leía mucho y estaba desconcertada por su situación, como yo. Hablábamos de nuestros padres, de nuestras infancias, aunque durante algún tiepo no hablamos de nuestros matrimonios. Cuán minuciosamente tratamos de nuestros padres y madres, lamentamos sus casamientos, sus equivocadas ambiciones o su miedo a la ambición, con cuánta competencia los archivamos, los definimos más allá de cualquier posibilidad de cambio. Qué presunción.

Observé a Don caminando delante. Un muchacho alto y de aspecto ascético, con el cabello oscuro cortado a la manera de los franciscanos y un estudiado asomo de barba. ¿Qué derecho tenía a oír hablar de mí, a saber cosas de mí misma que probablemente yo había olvidado? Decía que su barba y su estilo de peinados eran afectados.

Una vez, cuando mis hijas eran pequeñas, mi padre me dijo:

–¿Sabes? Esos años en los que crecías…, bueno, son solo una especie de impresión borrosa para mí. No puedo distinguir un año de otro.

Yo me ofendí. No recordaba cada año distinto con dolor y claridad. Podría haber dichola edad que tenía cuando iba a ver los trajes de noche en el escaparate de Benbow´s Ladies´Wear. Cada semana, durante todo el invierno, un traje nuevo, iluminado –el de lentejuelas y tui, el rosa y lila, el zafiro, el narciso trompón–, y yo, una adoradora de la fangosa acera. Podría haber dicho la edad que tenía cuando falsifiqué la firma de mi madre en un boletín de malas notas, cuando tuve el sarampión, cuando empapelamos la habitación delantera. Pero los años en que Judith y Nichola eran pequeñas, cuando yo vivía con su padre, sí, borrosos sería la palabra adecuada. Recuerdo tender pañales, recoger y doblar pañales; puedo recordar las cocinas de dos casas y dónde estaba el cesto de la ropa. Recuerdo los programas de televisión: Popeye el marino, Los tres secuces, Divertirama. Cuando empezaba Divertirama era el momento de dar la luz y hacer la cena. Pero no podía diferenciar los años. Vivíamos en las afueras de Vancouver en un barrio dormitorio: dormir, dormitorio, dormilón…, algo así. Entonces estaba siempre soñolienta; el embarazo me daba sueño, y los biberones nocturnos, y la lluvia incesante de la costa Oeste.

Oscuros cedros goteando, el laurel brillante goteando, las esposas bostezando, sesteando, haciendo visitas, bebiendo café y doblando pañales; los maridos llegando a casa por l noche desde la ciudad atravesando el agua. Cada noche le daba un beso a mi marido cuando llegaba a casa con su Burberry empapada y esperaba que me despertara; servía carne y patatas y una de las cuatro verduras que él toleraba. Comía con un apetito voraz, y luego se quedaba dormido en el sofá de la sala. Nos habíamos convertido en una pareja de caricatura, más de mediana edad a nuestros veinte años de lo que seríamos en la edad madura.

Esos torpes años son los años que nuestras hijas recordarán toda su vida. Rincones de los patios que yo nunca visité permanecerán en sus mentes.

–¿No quería verme Nichola? –le pregunté a Judith.

–La mitad de su tiempo no quiere ver a nadie –respondió.

Judith se adelantó y tocó el hombro de Don. Yo conocía un gesto: una disculpa, una seguridad ansiosa. Tocas a un hombre de ese modo para recordarle que estás agradecida, que te das cuenta de que estás haciendo por ti algo que le aburre o que hace peligrar ligeramente su dignidad. Ver a mi hija tocar a un hombre –a un chico–, de ese modo me hacía sentirme más mayor de lo que me harían sentir los nietos. Sentí su triste nerviosismo, podía predecir sus sumisas atenciones. Mi franca y robusta hija, mi cándida y rubia hija. ¿Por qué iba yo a pensar que ella no sería susceptible, que siempre sería directa, de paso firme, independiente? Del mismo modo que voy por ahí diciendo que Nichola es tímida y solitaria, fría, seductora. Muchas personas deben de conocer cosas que contradirían lo que yo digo.

Por la mañana Don y Judith partieron hacia México. Decidí que quería ver a alguien que no tuviese parentesco conmigo y que no esperase nada en especial de mí. Telefoneé a un antiguo amante mío, pero respondió un contestador: “Al habla Tom Shepherd. Voy a estar fuera de la ciudad durante el mes de septiembre. Por favor, deje su mensaje, nombre y número de teléfono”.

La voz de Tom sonaba tan agradable y familiar que abría la boca para preguntarle el significado de ese disparate. Después colgué. Sentí como si me hubiera fallado deliberadamente, como si hubiésemos quedado en encontrarnos en un lugar público y luego no se hubiera presentado. Recordé que una vez lo había hecho.

Me puse un vaso de vermut, aunque aún no eran las doce, y telefoneé a mi padre.

–¡Vaya! –dijo–. Quince minutos más tarde y no me habrías encontrado.

–¿Ibas a ir al centro?

–Al centro de Toronto.

Me explicó que se iba al hospital. Su médico de Dalgleish quería que los médicos de Toronto le echasen un vistazo, y le había entregado una carta para que la enseñara en la sala de urgencias.

–¿En la sala de urgencias? –dije.

–No es una urgencia. Parece ser que él cree que esta es la mejor forma de hacerlo. Conoce el nombre de alguien de allí. Si tuviese que darme hora, podría ser cuestión de semanas.

–¿Sabe tu médico que piensas conducir hasta Toronto? –le pregunté.

–Bueno, no me dijo que no pudiera.

El resultado de esto fue que alquilé un coche, fui hasta Dalgleish, volví con mi padre a Toronto y estaba con él en la sala de urgencias a las siete de la tarde.

Antes de que Judith se fuera le dije:

–¿Estás segura de que Nichola sabe que me quedo aquí?

–Bueno, yo se lo he dicho –me contestó.

A veces sonaba el teléfono, pero siempre era un amigo de Judith.

–Bueno, parece que me la voy a hacer –dijo mi padre. Aquello fue el cuarto día. Había cambiado completamente de postura en una sola noche–. Parece que no haya razón para no hacerlo.

No sabía qué quería que redijera. Pensé que quizá esperaba de mí una protesta, un intento de disuadirle.

–¿Cuándo lo harán? –pregunté.

–Pasado mañana.

Le dije que iba al lavabo. Fui hasta donde estaban las enfermeras y encontré allí a una mujer que pensé que era la enfermera jefe. En todo caso, tenía el pelo cano, era amable y parecía seria.

–¿Va a ser operado mi padre pasado mañana? –le pregunté.

–Sí.

–Solo quería hablar de ello con alguien. Creí que se había acordado la decisión de que era mejor no hacerlo. Por su edad.

–Bueno, es su decisión y la del médico –me sonrió con condescendencia–. Es duro tomar estas decisiones.

–¿Cómo están sus pruebas?

–Bueno, no las he visto todas.

Yo estaba segura de que sí. Al cabo de un momento dijo:

–Tenemos que ser realistas, pero los médicos son muy buenos aquí.

Cuando volví a la habitación mi padre dijo, con voz sorprendida:

–Mares sin playa.

–¿Cómo? –dije.

Me pregunté si se había enterado de cuánto, o de qué poco tiempo podía esperar vivir. Me pregunté si las pastillas le habían dado una euforia precaria. O si había querido jugar. Una vez que me hablaba sobre su vida, me dijo: “El problema era que yo siempre tenía miedo a arriesgarme”.

Yo acostumbraba a decirle a la gente que él nunca hablaba con pesar de su vida, pero eso no era cierto. Era solo que yo no lo escuchaba. Decía que debería haberse alistado en el ejército, que habría estado en mejor posición. Decía que debería haberse instalado por su cuenta, como carpintero, después de la guerra. Debería haberse ido de Dalgleish. Una vez dijo: “¿Una vida malgastada, eh?”. Pero se estaba burlando de sí mismo al decir aquello, porque era algo muy dramático. También cuando recitaba poesía tenía siempre una nota burlona en la voz, para disculpar la exhibición y el placer.

–Mares sin playa –dijo de nuevo–. Detrás de él las grises Azores,/ detrás las puertas de Hércules;/ delante de él sin traza de playas,/ delante de él solo mares sin playa. Eso era lo que tenía en la cabeza anoche. Pero ¿crees que podía recordar qué clases de playas? No podía. ¿Playas solitarias? ¿Playas vacías? Estaba en el buen camino, pero no podía acordarme. Pero ahora, cuando has entrado en la habitación y no estaba pensando en ello, me vino la palabra a la cabeza. Siempre ocurre lo mismo, ¿verdad? No es tan sorprendente. Le hago una pregunta a mi mente. La respuesta está allí, pero yo no puedo ver todas las relaciones que está estableciendo mi mente para llegar a ella. Como un ordenador. Nada fuera de sitio. ¿Sabes?, en mi situación sucede que, si algo que no puedes explicar de inmediato, hay una gran tentación de, bueno, de hacer de ello un misterio. Hay una gran tentación de creer en…, ya abes.

–¿El alma? –dije, con delicadeza, sintiendo un asombroso torrente de amor y entrega.

–¡Oh, supongo que se le puede llamar así? ¿Sabes?, cuando llegué a esta habitación había un montón de periódicos al lado de la cama. Alguien los había dejado allí, eran de esa clase de publicaciones sensacionalistas que nunca había leído. Empecé a leerlos. Habría leído cualquier cosa fácil. Había una serie de experiencias personales de gente que había muerto, médicamente hablando, la mayoría de paro cardíaco, y que había vuelto a la vida. Era lo que ellos recordaban del tiempo en que estuvieron muertos. Sus experiencias.

–¿Agradables o no? –le dije.

–Agradables. Sí, sí. Flotaban un poco más y reconocían a algunas que conocían y que había muerto antes que ellos. No es que los vieran exactamente, sino que era algo así como si los percibiesen. A veces había un canturreo y a veces una especie de…, ¿cómo se llama esa luz o ese color que hay alrededor de una persona?

–¿Aura?

–Oh, no sé. Todo se basa en si quieres creer en esa clase de cosas o no. Y si vas a creértelas, a tomártelas en serio, me imagino que tienes que tomarte en serio todo lo demás que publican esos periódicos.

–¿Qué más publican?

–Basura: curas de cáncer, de calvicie, cólicos en la generación joven y en los holgazanes ricos. Disparates de las estrellas de cine.

–Ah, sí, ya.

–En mi situación, hay que vigilar –dijo–, o empezarías a gastarte jugarretas a ti mismo. –Luego dijo–: Hay unos cuantos pormenores prácticos que deberíamos poner en orden –y me habló de su testamento, de la casa, del solar del cementerio. Todo era sencillo.

–¿Quieres que telefonee a Peggy? –le pregunté. Peggy es mi hermana. Está casada con un astrónomo y vive en Victoria.

Se lo pensó.

–Supongo que deberíamos decírselo –dijo finalmente– Pero no los alarmes.

–De acuerdo.

–No, espera un momento. Sam va a ir a una conferencia a finales de esta semana, y Pegy estaba pensando en acompañarle. No quiero que se planteen cambiar de planes.

–¿Dónde es la conferencia?

–En Ámsterdam –dijo con orgullo.

Se enorgullecía realmente de Sam, y estaba al corriente de sus libros y de sus artículos. Cogía uno y decía: “Mirátelo, ¿quieres? ¡Y yo que no entiendo ni una palabra!”, con un voz maravillada que conseguía no obstante mostrar una sombra de ridículo.

–El profesor Sam –decía–. Y los tres pequeños Sams.

Así es como llamaba a sus nietos, que se parecían a su padre en inteligencia y en un casi atractio empuje, un inocente y enérgico alardeo. Iban a una escuela privada que apoyaba la disciplina anticuada y que comenzaba el cálculo en el quinto grado.

–Y los perros –podía seguir enumerando–, que han ido a la escuela de adiestramiento. Y Peggy…

–Pero si yo decía:

–¿Crees que ella también ha ido a una escuela de adiestramiento? –él no seguía el juego.

Yo imagino que cuando estuviera con Sam y Peggy hablaría de mí del mismo modo: aludiría a mi arbitrariedad del mismo modo que aludía a su gravedad, haría bromas suaves a mi costa, no ocultaría del todo su sorpresa (o haría ver que no la ocultaba) por que la gente pagase dinero por cosas que yo había escrito. Tenía que hacer esto para que no pareciese nunca que alardeaba, pero paraba cuando las bromas se hacían demasiado pesadas. Y, desde luego, después encontré en la cas cosas mías que había guardado: unas cuantas revistas, recortes de periódicos, cosas por las que yo nunca me había preocupado.

En aquel momento sus pensamientos iban de la familia de Peggy a la mía:

–¿Has sabido algo de Judith? –preguntó.

–Aún no.

–Bueno, aún es pronto. ¿Iban a dormir en la furgoneta?

–Sí.

–Supongo que será lo suficientemente segura, si paran en los lugares adecuados.

Sabía que tenía que decir algo más y sabía que surgiría como una broma.

–Supongo que pondrán una tabla en medio, como los pioneros.

Yo sonreí, pero no respondí.

–Entiendo que no tienes nada que objetar.

–No –le dije.

–Bien, yo siempre lo vi así. No te metas en los asuntos de tus hijos. Yo intenté no decir nada. Nunca dije nada cuado dejaste a Richard.

–¿Qué quieres decir con “no dije nada”? ¿Criticar?

–No era asunto mío.

–No.

–Pero eso no quiere decir que me gustase.

Me sorprendió, no solo por lo que decía, sino porque considerase que no tenía ningún derecho, ni siquiera ahora, a decirlo Tuve que mirar por la ventana, al tráfico de abajo, para controlarme.

Hace mucho tiempo, me dijo de ese modo afable suyo:

–Es curioso. La primera vez que vi a Richard me recordó lo que mi padre acostumbraba a decirme. Decía: “Si aquel tipo fuese la mitad de inteligente de lo que cree que es, sería el doble de inteligente de lo que es en realidad”.

Me volví para recordarle aquello, pero me encontré mirando la línea que iba describiendo su corazón. No era que pareciese que algo funcionaba mal, que hubiera alguna diferencia en los zumbidos y en los puntos. Pero allí estaba.

El vio dónde miraba.

–Ventaja desleal –dijo.

–Lo es –le respondi–. A mí también van a tener que conectarme.

Reímos, nos dimos un beso formal y me fui. Al Menos no me había preguntado por Nichola, pensé.

La tarde siguiente no fui al hospital, porque a mi padre tenían que hacerle más pruebas, para prepararlo para la operación. Tenía que ir por la noche. Me encontré paseando por las tiendas de ropa de Bloor Street, probándome vestidos. Me había entado una preocupación por la moda y por mi propio aspecto parecida a un rabioso dolor de cabeza. Miré a las mujeres por la calle, la ropa en as tiendas, intentando descubrir cómo podría llevar a cabo una transformación, qué tendría que comprar. Reconocía que era una obsesión, pero tenía problemas para desprenderme de ella. Había gente que me había dicho que esperando noticias de vida o muerte se había quedado delante de una nevera abierta comiendo cualquier cosa que viera: patatas hervidas frías, salsa de chile, cuencos de nata. O había sido incapaz de dejar de hacer crucigramas. La atención se limita a algo –alguna distracción–, se agarra a ella, se vuelve frenéticamente seria. Revolví prendas de los percheros, me las probé en pequeños probadores en los que hacía calor, delante de crueles espejos. Sudaba; una o dos veces creí que iba a desmayarme. De nuevo en la calle, pensé que debía alejarme de Bloor Street, y decidí ir al museo.

Recordaba otra vez, en Vancouver. Fue cuando Nichola iba al jardín de infancia y Judith era un bebé. Nichola había ido al médico por un resfriado, o quizá para un examen de rutina, y el análisis de sangre mostraba algo en sus glóbulos blancos, o que había demasiados o que se habían hecho grandes. El médico pidió más análisis y yo llevé a Nichola al hospital para que se los hicieran. Nadie mencionó la leucemia, pero yo sabía, desde luego, lo que estaban buscando. Y cuando llevé a Nichola a casa le pedí a la canguro que había estado con Judith que se quedase por la tarde, y me fui de compras. Me compré el vestido más atrevido que haya tenido nunca, una especie de funda de seda negra con algún adorno de encaje en el delantero. Recuerdo aquella radiante tarde de primavera, los zapatos altos en los grandes almacenes, la ropa interior con estampado de leopardo.

También recordaba la vuelta a casa desde el hospital de St. Paul por el puente de Lions Gate en el autobús atestado, llevando a Nichola sobre mis rodillas. De repente ella recordó el nombre que le daba de pequeñita al puente y me dijo en voz baja: “Pente, po el pente”. No evité tocar a mi hija –Nichola era esbelta y grácil incluso entonces, con un culito precioso y un cabello oscuro y fino–, pero me di cuenta de que la estaba tocando de una forma distinta, aunque yo no creía que ello pudiera ser nunca detectado. Había un cuidado –no exactamente un retraimiento sino un cuidado– para no sentir demasiado. Vi que las formas del amor se pueden mantener con una persona condenada, pero con el amor en realidad medido y disciplinado, porque hay que sobrevivir. Se podía hacer de forma tan discreta que el objeto de dicho cuidado no sospecharía, del mismo modo que tampoco sospecharía la misma sentencia de muerte. Nichola no sabía, no lo sabría. Le llegarían juguetes y besos y bromas; nunca lo sabría, auque a mí me preocupaba que sintiera el viento por entre las grietas de las vacaciones inventadas, de los días normales inventados. Pero todo estaba bien. Nichola no tenía leucemia. Creció, aún seguía viva, y probablemente feliz. Incomunicada.

No podía pensar en qué quería ver realmente del museo; de modo que fui hasta el planetario. Nunca había estado enano. La sesión iba a empezar dentro de diez minutos. Entré, compré una entrada y me puse a la cola. Había una clase entera de colegiales, quizá dos, con profesores y madres voluntarias llevando el grupo. Miré alrededor para ver si había otros adultos sueltos. Solo uno, un hombre con a cara roja y los ojos hinchados, que parecía estar allí para evitar ir a un bar.

Una vez dentro, nos sentamos en asientos maravillosamente cómodos que estaban reclinados hacia atrás de modo que estabas en una especie de hamaca, con la atención dirigida a la parte cóncava del techo, que pronto se convirtió en azul oscuro, con un ligero reborde de luz alrededor. Había una música espléndida e impresionante. Los adultos iban haciendo callar a los niños, intentando que dejasen de hacer crujir sus bolsas de patatas fritas. Entonces la voz de un hombre que salía de las paredes, una voz profesional y elocuente, comenzó a hablar, despacio. La voz me recordaba un poco a la forma en que los locutores de radio anunciaban una pieza de música clásica o describían el avance de la familia real hasta la abadía de Westminster en uno de sus eventos reales. Había un ligero efecto de cámara de resonancia.

El oscuro techo se estaba llenado e estrellas. No salían todas a la vez, sino una detrás de otra, de la forma en que las estrellas salen realmente por la noche, aunque más rápidamente. Apareció la Vía Láctea, se acercó, las estrellas flotaban en el brillo y seguían, desapareciendo más allá de los límites de la pantalla estelar, o detrás de mi cabeza. Mientras el torrente de luz continuaba, la voz presentaba los sorprendentes hechos. “Hace unos cuantos años luz –anunciaba–, el sol aparece como una estrella brillante, y los planetas no son visibles. Hace unas cuentas docenas de años luz, es solo aproximadamente la milésima parte de la distancia desde el sol hasta el centro de nuestra galaxia, un galaxia que contiene unos doscientos mil millones de soles. Y es, a su ve, una entre millones, quizá miles de millones, de galaxias”. Repeticiones innumerables, variaciones innumerables. Todo esto pasaba también por mi cabeza, como fogonazos.

Luego se abandonaba el realismo, en aras del artificio familiar. Un modelo del sistema solar iba dando vueltas con su elegante estilo. Un aparato brillante despegaba de la Tierra, dirigiéndose hacia Júpiter. Puse mi esquiva y evasiva mente a tomar firmemente nota de los hechos. La masa de Júpiter, dos veces y media la de los demás planetas juntos. La gran mancha roja. Las trece lunas. Más allá de Júpiter, una mirada a la excéntrica órbita de Plutón, los helados anillos e Saturno. De nuevo en la Tierra y pasando al caliente y brillante Venus. La presión atmosférica, noventa veces la nuestra. Mercurio, sin luna, que da tres vueltas de rotación mientras gira dos veces alrededor del sol; un arreglo extraño, no tan satisfactorio como el que nos contaban: que daba una vuelta de rotación mientras giraba alrededor del sol. Sin oscuridad perpetua, después de todo. ¿Por qué nos dieron una información tan segura para anunciarnos despu´s que estaba equivocada? Finalmente, la imagen ya familiar de las revistas: el suelo rojo de Marte, el fluorescente suelo rojo.

Cuando terminó la sesión me quedé en la silla mientras los niños trepaban por encima de mí sin comentar nada de lo que acababan de ver o de oír. Estaban importunando a sus cuidadores para que les dieran chucherías y más diversión. Éstos habían hecho un esfuerzo por captar su atención, para apartarlas de las palomitas y de las patatas fritas y fijarla en distintas cosas conocidas y desconocidas y en inmensidades horribles, y parecían haber fracasado. Algo bueno, también, pensé. Los niños tienen una inmunidad natural, la mayoría de ellos, y no deberá ser alterada. En cuanto a los adultos que lo lamentaran, quienes habían promovido aquel espectáculo, ¿no eran ellos mismos inmunes hasta el punto de que podían añadir los efectos de la cámara de resonancia, la música, la solemnidad eclesiástica, simulando el temor que suponín que los niños debían de sentir? Temor… ¿qué se suponía que era?¿Escalofríos al mirar por la ventana? Una vez que se sabía lo que era, no se podía provocar.

Llegaron dos hombres con escobas para barrer los desperdicios que la audiencia había dejado a su paso. Me dijeron que la siguiente sesión empezaría al cabo de cuarenta minutos. Mientras tanto, tenía que salir.

–Fui a la sesión del planetario –le dije a mi padre–. Fue muy interesante… Sobre el sistema solar.  –Pensé en la palabra tan tonta que había utilizado: “interesante”–. Es como un templo ligeramente falsificado –añadí.

Él ya estaba hablando:

–Recuerdo cuando descubrieron Plutón. Exactamente donde esperaban encontrarlo. Mercurio, Venus, Tierra, Marte –recitaban–. Júpiter, Saturno, Nept… no, Urano, Neptuno y Plutón. ¿Es así?

–Sí –dije. Me alegraba de que no hubiese oído lo que había dicho del templo falsificado. Lo había dicho para ser sincera, pero sonaba a tramposo y a superior–. Dime las lunas de Júpiter.

–Bueno, no conozco las nuevas. Hay un montón de nuevas, ¿verdad?

–Dos, pero no son nuevas.

–Nuevas para nosotros –dijo mi padre–. Te has vuelto muy descarada ahora que me van a rajar.

–“Rajar”. Qué expresión.

Aquella noche no estaba en la cama, su última noche. Le habían desconectado de sus aparatos y estaba sentado en una silla junto a una ventana. Tenía las piernas desnudas y llevaba una bata del hospital, pero no se le veía cohibido ni fuera de lugar. Se le veía pensativo pero de buen humor, un anfitrión afable.

–Ni siquiera has dicho las antiguas –le dije.

–Dame tiempo. Galileo les puso el nombre. Io.

–Ya has empezado.

–Las lunas de Júpiter fueron los primeros cuerpos celestes descubiertos con el telescopio –djo con gravedad, como si pudiera ver la frase en un libro antiguo–. No fue Galileo quien les dio los nombres, tampoco; era un alemán. Io, Europa, Ganímedes, Calisto. Ahí las tienes.

–Sí.

–Io y Europa eran novias de Júpiter, ¿verdad? Ganímedes era un chico. ¿Un pastor? No sé quén era Calisto.

–creo que también era una novia –le dije–. La mujer de Júpiter –la mujer de Jove– la convirtió en un oso y la colocó en el cielo. La Osa Mayor y la Osa Menor. La Osa Menor era su niña.

El altavoz dijo que era la hora de que las visitas se marcharan.

–Te veré cuando salgas de la anestesia –le dije.

–Sí.

Cuando llegué a la puerta me llamó.

–Ganímedes no era ningún pastor. Era el copero de Júpiter.

Cuando me marché del planetario aquella tarde, atravesé el museo hacia el jardín chino. Vi de nuevo los camellos de piedra, los guerreros, la tumba. Me senté en un banco que daba a Bloor Street. A través de los matorrales siempre verdes y la alta verja de hierro observé a la gente pasar a la luz de la caída de la tarde. El espectáculo del planetario había logrado lo que yo quería, después de todo; me había tranquilizado, me había secado. Vi a una chica que me recordó a Nichola. Llevaba un impermeable y una bolsa de comestibles. Era más baja que Nichola, realmente no se parecía mucho a ella, pero pensé que podría ver a Nichola. Estaría por alguna calle quizá no lejos de allí, agobiada, preocupada, sola. Ella era ahora una de las personas adultas del mundo, uno de los compradores volviendo a casa.

Si realmente la veía, podría quedarme sentada y mirar, pensé. Me sentía como una de aquellas personas que habían flotado en el cielo, disfrutando de una breve muerte. Un alivio, mientras dura. Mi padre había escogido y Nichola había escogido. Algún día, probablemente pronto, sabría de ella, pero equivalía a lo mismo.

Pensé en levantarme y acercarme hasta la tumba, para ver las tallas en relieve, los cuadros en piedra, que están a su alrededor. Siempre pensaba en verlos y nunca lo hacía. Tampoco lo haría esta vez. Hacía frío fuera, de modo que entré, a tomar un café y a comer algo antes de volver al hospital.

Alice Munro, Las lunas de Júpiter, Debolsillo, 2010

LOS MEJORES 1001 CUENTOS LITERARIOS DE LA HISTORIA

Narrativa Breve

Corrección de estilo, historias cortas, cuentos, poemas, entrevistas literarias…

LOS MEJORES 1001 CUENTOS LITERARIOS DE LA HISTORIA 

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Esta página de Los Mejores 1001 Cuentos literarios de la Historia está en constante construcción. El objetivo es ofrecer a los lectores de NarrativaBreve.com, com reza su nombre, los mejores 1001 cuentos literarios de la Historia. Y los encargados de seleccionar estos cuentos son escritores, editores, libreros, críticos literarios, lectores, etcétera.

Toma asiento y disfruta de esta magníficcolección de cuentos para adultos de autores famosos (algunos, no tanto). Como suele decirse, no están todos los que son, pero son todos los que están.

Francis Scott Fitzgerald (en 1921)

Recréate con autores de la categoría de Julio CortázarJuan RulfoHoracio QuirogaJorge Luis BorgesSilvina OcampoAna María MatuteFrancis Scott FritgeraldMario BenedettiJohn Cheever

Estos son cuentos para adultos, pero si lo prefieres, tenemos también una sección de cuentos infantiles.

¿Crees que falta alguno? Contacta con nosotros y haz tu recomendación. Si el cuento es de gran calidad, nuestros lectores te lo agradecerán.

Nota: nos faltan muchos cuentos por llegar a la cifra de los 1001, pero todo se andará… 🙂

Y no olvidéis visitar la sección de Los mejores cuentos latinoamericanos

LOS MEJORES 1001 CUENTOS LITERARIOS DE LA HISTORIA (RECOMENDADOS POR ESCRITORES, CRÍTICOS LITERARIOS, EDITORES, LECTORES, LIBREROS…)

1. “Enoch Soams”, de Max Beerbohm (elogiado por Enrique Anderson Imbert en Así se escribe un cuento, Suma de Letras, 2003, página 159).  

2. “Casa tomada”, de Julio Cortázar (elogiado por José Donoso en Así se escribe un cuento, Suma de Letras, 2003, página 237).  

3. “Macario”, de Juan Rulfo (elogiado por José Donoso en Así se escribe un cuento, Suma de Letras, 2003, página 237).  

4. “Las moscas”, de Horacio Quiroga (citado por Edelweis Serra en Tipología del cuento literario, p. 123).  

5. “Esa mujer”, de Rodolfo Walsh, elegido en una encuesta que la editorial Alfaguara le hizo a críticos literarios el mejor relato argentino del siglo XX.  

6. “La casa inundada”, de Felisberto Hernández (uno de los cuentos preferido de Julio Cortázar).  

7. “Vivir para siempre”, de James George Fraser (seleccionado por BorgesBioy Casares y Silvina Ocampo en Antología de la literatura fantástica).  

8. “Regreso a Babilonia”, de Francis Scott Fitgerald, elogiado por Harold Bloom en  Cuentos y cuentistasShort Story Writers and Short Stories: El canon del cuento/ The story canon (Voces) by Harold Bloom (2009-02-28)

9. “El dinosaurio”, de Augusto Monterroso, elegido vía email por Juan Planas Benássar, poeta y columnista de El Mundo.  

10. “La barrica de amontillado”, de Edgar Allan Poe, seleccionado vía email por el crítico literario Manuel Simón Viola.  

11. “Septiembre”, de Pilar Galán, seleccionado por el editor y escritor Marino González Montero.  

12. “El nadador”, de John Cheever, seleccionado vía email por la escritora Paloma González Rubio.  

13. “El Aleph”, de Jorge Luis Borges, seleccionado vía email por Eloy M. Cebrián..  

14. “El cuentista”, de Saki, seleccionado vía email por Pilar Galán.

15. “Ajedrez”, de Kjell Askildsen, seleccionado por Antonio Sánchez, propietario de la Librería El Buscón (Cáceres).

16. “El gesto de la muerte”, de Jean Cocteau, seleccionado por María Carvajal.

17. “Los pocillos”, de Mario Benedetti, seleccionado por Elías Moro.

18. “La noche de los feos”, de Mario Benedetti, seleccionado por José Rincón.

19. “La compuerta número 12″, de Baldomero Lillo, seleccionado por Francisco Rodríguez Criado.

20. “Una muchacha que cae”, de Dino Buzzati, seleccionado por Mely Rodríguez Salgado.

21. “Aceite de perro”, de Ambrose Bierce, seleccionado por Víctor M. Jiménez Andrada.

22. “El miedo”, de Ramón del Valle-Inclán, seleccionado por José María Ávila Román.

23. “Los relojes”, de Ana María Matute, seleccionado por Manuel J. Prieto.

24. “El chiquitín”, de Luigi Malerba, seleccionado y comentado por Blanca Ballester.

25. “Nacido de hombre y mujer”, de Richard B. Matheson, seleccionado por Miguel Díez R.

26. “El diario de Porfiria Bernal”, de Silvina Ocampo, seleccionado por Sergi Hernández Arroyelo.

27. “La tercera orilla del río”, de João Guimarães Rosa, seleccionado, traducido y comentado por Paz Díez Taboada.

28. “El recado”, de Elena Poniatowska, recomendado por Victoria Pelayo.

29. “El corazón delator”, de Edgar Allan Poe, recomendado por Juan Fernando Sánchez.

30. “El río”, de Flannery O’Connor , recomendado por Javier Alonso Sandoica.

31. “El pozo”, de Luis Mateo Díez, recomendado por Mari Paz Ruiz.

32. “Rock Springs”, de Richard Ford, recomendado por Juan Carlos Márquez.

33. “Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo”, de Julio Cortázar, recomendado por José Antonio Fernández.

34. “Ligeia”, de Edgar Allan Poe, recomendado por Rosa Isabel Vázquez.

35. “Los gallinazos sin plumas”, de Julio Ramón Ribeyro, recomendado por Juan Ramón Santos.

36.  “La leche de la muerte”, de Marguerite Yourcenar, recomendado por Francisco Montero.

37. “El hombre a quien maté”, de Tim O´Brien, recomendado por David Fernández Villarroel.

38. “La noche boca arriba”, de Julio Cortázar, recomendado por Santiago Roncangliolo.

39. “En memoria de Paulina”, de Adolfo Bioy Casares, elogiado por Mempo Giardinelli en Así se escribe un cuento.

40: “Continuidad de los parques”, de Julio Cortázar, recomendado por Antón Castro.

41: “Mi hijo el asesino”, de Bernard Malamud, recomendado y comentado por Jaime Díez Álvarez.

42: “Mi asiento en el tranvía”, de Daniel Sueiro, recomendado por Fernando Valls.

43: “Bolsas”, de Raymond Carver, recomendado e introducido por Ana Mª Morales Malmierca.

44: “El viejo en el puente”de Ernest Hemingway, recomendado por César González Rubio.

45: “Catedral”, de Raymond Carver, recomendado por Román Piña.

46: “Un hombre muerto a puntapiés”, de Pablo Palacio, recomendado por Cristiam Hervas.

47: “Un día resbaladizo”, de Carlos Castán, recomendado por Juan Jacinto Muñoz Rengel.

48: “¿Cuánta tierra necesita un hombre”, de León Tóltoi, recomendado por Fran Álvarez Paniagua.

49: “El dueño del canon”, de José Urriola, recomendado por Violeta Rojo.

50: “Embargo”, de José Saramago, recomendado por Álvaro Martí Martín.

51: “Tráeme tu amor”, de Charles Bukowski, recomendado por la Librería Todolibros (Cáceres).

52: “Una mujer amaestrada”, de Juan José Arreola, recomendada por Ana María Shua.

53: “Funes el memorioso”, de Jorge Luis Borges, recomendado por Mario Cuenca.

54: “La niña que no tuve”, de Rodrigo Rey Rosa, recomendado por Julián Rodríguez.

55: “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, de Jorge Luis Borges, recomendado por Fernando Marías.

56: “Cordero asado”, de Roald Dahl, recomendado por César Klauer.

57: “Bibelot”, de Félix J. Palma, recomendado por Fernando Alcalá.

58: “Los cantores rusos”, de Iván Turguenev, recomendado por Pablo Gonz.

59: “El otro hombre”, de Miguel Delibes, recomendado por Pilar Fernández Bravo.

60: “¡Diles que no me maten!”, de Juan Rulfo, recomendado por Puri Claver.

61: “El estudiante”, de Antón Chéjov, que Chéjov consideraba el mejor de los suyos.

62: “Las ruinas circulares”, de Jorge Luis Borges, considerado por María Kodama, viuda del autor argentino, su cuento preferido.

63: “Perdiendo velocidad”, de Samantha Schweblin, recomendado por Urbano Pérez Sánchez.

64: “El juego”, de Patricia Esteban Erlés, recomendado por Rocío Romero.

65: “La señorita Cora”, de Julio Cortázar, recomendado por Mercedes Cebrián.

66: “Las actas del juicio”, de Ricardo Piglia, elegido en una encuesta que Alfaguara le hizo a críticos literarios el decimoquinto mejor relato argentino del siglo XX.

67: “El muerto”, de Jorge Luis Borges, considerado por María Kodama, viuda del autor argentino, uno de sus cuentos preferidos.

68: “La casa Tellier”, de Guy de Maupassant, elogiado por Harold Bloom.

69: “Noli me tangere”, de Pilar Adón, elegido por Mari Ángeles Pedrera Pedrera.

70: “El jorobadito”, de Roberto Arlt, elegido en una encuesta que Alfaguara le hizo a críticos literarios el quinto mejor relato argentino del siglo XX.

71: “Aquí empieza nuestra historia”, de Tobias Wolff, elogiado por José María Guelbenzu como “el mejor relato jamás escrito sobre el tema de la iniciación a la escritura”.

72: “Las lunas de Júpiter”, de Alice Munro, recomendado por Antonio Muñoz Molina.

73: “La madre de Ernesto”, de Abelardo Castillo, elegido en una encuesta que Alfaguara le hizo a críticos literarios el noveno mejor relato argentino del siglo XX.

74: “El cavaco”, de Miguel Torga (pseudónimo de Adolfo Correia de Rocha), recomendado por Eugenia Arambarri.

75: “El árbol”, de Slawomir Mrozek, recomendado por Jesús M. García.

76: “Los siete mensajeros”, de Dino Buzzatti, recomendado por Luis Bonaventura.

77: “La casa de muñecas”, de Katherine Mansfield, recomendado por Gabriela Conde.

78: “Los trenes de los muertos”, de Sara Gallardo, recomendado por Mª Ángeles Barón Peña.

79: “La niña”, de Ronald Barthelme, recomendado por Luis Sepúlveda Garcés.

80: “El beso”, de Hjalmar Söderberg, recomendado por Victoria Solana.

81: “La princesa y el enano”, de Oscar Wilde, recomendado por Sucede.

82: “Veintisiete [“Un señor que poseía un caballo”, de Giorgio Manganelli, recomendado por Marisa Bernabé, editora Junior de Temas de Hoy.

83: “Levitación”, de Joseph P. Brenan, recomendado por José Jiménez Oliva.

84: “En Semana Santa”, de Emilia Pardo Bazán, recomendado por Antonio Barnés.  

85: “Young Sánchez”, de Ignacio Aldecoa, recomendado por José Luis Ibáñez Salas.

86: “El lobo”, de Herman Hesse, recomendado por Fernando Arístide  Recondo.

87: “Mientras ella duerme”, de Norberto Luis Romero, recomendado por Jesús Esnaola Moraza.

88: “Mesa para dos”, de Lori Peikoff, recomendado por Alejandro Pérez de la Torrente.

89: “El hombre de la arena”, de E.T.A. Hoffman, elogiado por José María Merino.

90: “Consecuencias”, de Rosalba Campra, recomendado por Norberto Luis Romero.

91: “El prodigioso milagramo”, de Juan José Arreola, citado por Edelweis Sierra en Tipología del cuento literario. 

92“La mujer de otro”, de Abelardo Castillo, recomendado por Elise Reina.

93: “Muchacha punk”, de Rodolfo Fogwill. En la encuesta que Alfaguara le hizo a críticos literarios y escritores para preguntarles cuál había sido en su opinión el mejor relato argentino del siglo XX, este relato quedó en la posición número 12.

94: “El desaparecido”, de Julio Llamazares, seleccionado por Amelia Coll Vilar.

95: “Caballo en el salitral”, de Antonio Di Benedetto, elegido en una encuesta realizada por Alfaguara el decimotercero mejor relato argentino del siglo XX.

96: “Los largos años”, de Ray Bradbury, seleccionado por Antonio Ruiz Orallo.

97. “El matadero”, de Esteban Echevarría. En la encuesta que Alfaguara le hizo a críticos literarios y escritores para preguntarles cuál había sido en su opinión el mejor relato argentino del siglo XX, este relato quedó en la séptima posición.

98. “Sopa de pescado”, de Francisco Rodríguez Criado, recomendado por Ángela Velasco Bello.

99. “Don Paciano”, de Ramón Pérez de Ayala, recomendado por David Fernández Sifres.

100. “A la deriva”, de Horacio Quiroga. En una encuesta que Alfaguara le hizo a críticos literarios para que eligieran el mejor relato argentino del siglo XX, este cuento quedó en la octava posición.

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101. «El espejo y la máscara», de Jorge Luis Borges, elegido por Fernando Iwasaki como uno de sus cuentos preferidos en un especial que Babelia dedicó al género del cuento en el verano de 2010.

102. «Grafitti», de Julio Cortázar, elegido por Guadalupe Nettel como uno de sus cuentos preferidos en un especial que Babelia dedicó al género del cuento en el verano de 2010.

103. «Semos malos», de Salarrué, recomendado por Miguel A. Zapata.

104 «Tres jinetes del Apocalipsis», elogiado por Miguel García Verdecia en su artículo «La escritura como arte y un cuento de Chesterton». Cuento comentado.

105. «Cartas de mamá», de Julio Cortázar, elogiado por Juan Gabriel Vásquez.

106. «Los asesinos», de Ernest Hemingway, seleccionado por Diego Muñoz Valenzuela.

107. «El sueño de un hombre ridículo», de Fédor Dostoeivski, elogiado por Bela Martinova.

108. «El pagano», de Jack London, recomendado por Emilio Gavilanes.

109. «Sredni Vashtar», de Saki, elogiado por Fernando Savater.

110: «Yzur», de Leopoldo Lugones. En la encuesta que Alfaguara le hizo a críticos literarios y escritores para preguntarles cuál había sido en su opinión el mejor relato argentino del siglo XX, este relato quedó en la décima posición.

111. «Las pruebas», de Jacques Sternberg, recomendado por Ismael Iriarte.

112. «Sombras sobre vidrio esmerilado», de Juan José Saer. En la encuesta que Alfaguara le hizo a críticos literarios y escritores para preguntarles cuál había sido en su opinión el mejor relato argentino del siglo XX, este relato quedó en la cuarta posición.

113. «Siete pisos», de Dino Buzzati, explicado por un personaje de Los crímenes de Oxford, de Guillermo Martínez.

114. «La pata de mono», de W.W. Jacobs, uno de los cuentos preferidos de Gabriel García Márquez.

115. «Jacob y el otro», de Juan Carlos Onetti, elogiado por A. Cousté.

116. «Viaje a la semilla», de Alejo Carpentier, elogiado por Golem.

117. «Axolotl», de Julio Cortázar, elogiado por Vanessa Nogueira.

118. «Carnet de baile», de Roberto Bolaño, recomendado por David Ruiz.

119. «La muerte de un funcionario», de Antón Chéjov, elogiado por José Amícola.

120. «Encender una hoguera», de Jack London, elogiado en el blog  La barbarie.

121. «Patriotismo», de Yukio Mishima, recomendado por El despotricador cinéfilo.

122. «La mujer parecida a mí», de Felisberto Hernández, elogiado en Bartleby y compañía.

123. «Carta a una señorita de París», de Julio Cortázar, elogiada por Mario Vargas Llosa en Cartas a un joven novelista.

124. «El Fiord», de Osvaldo Lamborghini. En la encuesta que Alfaguara le hizo a críticos literarios y escritores para preguntarles cuál había sido en su opinión el mejor relato argentino del siglo XX, este relato quedó en la decimoprimera posición.

125. «El retorno», de Roberto Bolaño, recomendado por José Tomás Echazarreta.

126. «Brasas de agosto», de Luis Mateo Díez, elogiado por el catedrático de literatura española contemporánea José Carlos Mainer.

127. «El odio», de Junichiro Tanizaki, recomendado por Juan Carlos Echazarreta.

128. «María», de Kjell Askildsen, recomendado por Dominique Vernay Julliet.

129. «Donde su fuego nunca acaba», de May Sinclair, que Jorge Luis Borges eligió como su cuento preferido.

130. «La escritura de Dios«, de Jorge Luis Borges, seleccionado por Gloria Díez Fernández.

131. «El monje negro», de Anton Chéjov, elogiado por un personaje de la novela La noche de Valia, de Monika Zgustova.

132. «La partida», de Franz Kafka, recomendado por Ana María Shua.

133. «Goliath», de Jack London, recomendado por David Matías.

134. «La verdad sobre Sancho Panza», de Franz Kafka, recomendado por José Carlos Rodrigo Breto.

135. «Los muertos», de James Joyce, recomendado por Ana Añón.

136. «La casa de Asterión», de Jorges Luis Borges, recomendado por Victoria Mera.

137. «El festín de Babette», de Isak Dinesen (Karen Blixen), recomendado por José Manuel de la Huerga.

138: «Las trampas», de Daniel Paredes, recomendado por Rosa López Casero.

139. «Excesos», de Mauricio Wacquez, recomendado por Miguel Ramírez Cortés.

140. «El collar», de Guy de Maupassant, recomendado por Miguel Bravo Vadillo.

141. «Braceros, oficiales de primera y amas de casa«, de Juan Carlos Márquez, recomendado por Fernando Clemot.

142. «La Biblioteca de Babel», de Jorge Luis Borges, recomendado por Enrique Gallud Jardiel.

143. «A la espera de nuevas órdenes», de Tobias Wolff, recomendado por David Torrejón.

144. «Sredni Vashtar», de Saki, citado por Fernando Savater.

145. «La tía Daniela», de Ángeles Mastretta, recomendado por la escritora Chelo Pineda Trujillo.

146. «El Chiflón del diablo», de Baldomero Lillo, recomendado por Ernesto Bustos Garrido.

147. «Colinas como elefantes blancos», de Ernest Hemingway, recomendado por Rubén Abella.

148. «La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco«, de Max Aub, recomendado por el periodista y escritor Gregorio Morán.

149. El aullido del olvido, de Ferran Gerhard Oliva, recomendado por la escritora y traductor búlgara Rossi Vas.

150. El infierno tan temido, de Juan Carlos Onetti, elegido como uno de sus entrevistadores en televisión como su mejor cuento.

151. Los dos reyes y los dos laberintos, de Jorge Luis Borges, recomendado por Fernando Oviedo, lector de Narrativa Breve.

152. La feliz vida corta de Francis Macomber, de Ernest Hemingway, recomendado por el cineasta Werner Herzog.

153. Un gran bistec, de Jack London, recomendado por Jorge Ávila

154. Algunas peculiaridades de los ojos, de Philip K. Dick, recomendado en Canal Cultura. 

155. Queremos tanto a Glenda, de Julio Cortázar. La revista CulturaMas señaló el inicio de este cuento como el mejor. 

156. Ir por una cerveza, de Robert Coover, autor ensalzado por Andrés Neuman. 

157. Ítaca, de Cavafis, recomendado por Miguel Bravo Vadillo. 

158. La casa de azúcar, de Silvina Ocampo, recomendado por Laura Echániz. 

159. La lotería, de Shirley Jackson, recomendado por la periodista de ABC María Esteve. 

160. Estrella plateada, de Arthur Conan Doyle, elogiado por Chesterton en Cómo escribir un cuento policiaco. 

161. El hombrecito del azulejo, Manuel Mujica Láinez, recomendado por Andrés Pacheco, lector de 1001 Cuentos. 

162. La fiesta brava, José Emilio Pacheco, recomendado por Jhon Edwin Trujillo, lector de este blog. El cuento «La fiesta brava» está incluido en el libro ✅ El principio del placer. Comprar en Amazon .

163. Tampiana, de Paul Bowles, recomendado por Harry, lector de Narrativa Breve. ✅ Cuentos reunidos. Paul Bowles. Comprar en Amazon .

164. La cosecha, Amy Hempel, recomendado por Ulises del Gecco, lector de esta sección.  

165. La posada de mal hospedaje, de Lope de Vega, recomendado por el escritor George Borrow, autor de La Biblia en España.

165. Un boliviano con salida al mar, de Mario Benedetti, recomendado por Paz Monserrat Revillo.

166. Biografía del desarraigo, de Óscar Collazos, ensalzado por Alejandro José López Cáceres en la revista Letralia.

167. La noche de Margaret Rose, de Francisco Tario, uno de los mejores cuentos del siglo XX, en opinión de Gabriel García Márquez.

Visita nuestra sección de Cuentos Breves Recomendados

Cuentos infantiles 

¿Qué es un cuento?

«Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos —una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer— con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado».

Raymond Carver

Julio Cortázar

“¿Qué es un cuento? La respuesta ha resultado tan difícil que a menudo ha sido soslayada incluso por críticos excelentes, pero puede afirmarse que un cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia. La importancia del hecho es desde luego relativa, mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de los lectores. Si el suceso que forma el meollo del cuento carece de importancia, lo que se escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero no es un cuento”.

Juan Bosch, “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”.

“De una manera muy sencilla y general, el cuento podría definirse como la narración de una acción ficticia, de carácter sencillo y breve extensión, hecha con fines morales o recreativos, de muy variadas tendencias a través de una rica tradición popular y literaria”.

Miguel Díez R, “Diferencias entre el cuento y la novela”.

“El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa “apertura” a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podríamos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento”.

Julio Cortázar, “Aspectos del cuento”.

“El cuento es tan antiguo como el hombre.  Tal vez más antiguo, pues bien pudo haber primates que contaran cuentos todos hechos de gruñidos, que es el origen del lenguaje humano: un gruñido bueno, dos gruñidos mejor, tres gruñidos ya son una frase.  Así nació la onomatopeya y con ella, luego, la epopeya.  Pero antes que ella, cantada o escrita, hubo cuentos todos hechos de prosa: un cuento en verso no es un cuento sino otra cosa: un poema, una oda, una narración con metro y tal vez con rima: una ocasión cantada no contada, una canción…”.

Guillermo Cabrera Infante

«Un cuento es una mirada, según cómo miras, explicas […]. Siempre estoy escribiendo, ahora lo estoy haciendo, aunque no sé si será relato o novela: a veces, un personaje lleva su historia en el bolsillo o te lleva a otra historia y crece… o uno que crees que será una larga y fructífera historia al final se apaga y entonces, reescrito, gira hacia el cuento…”.

Jaume Cabré

Emilia Pardo Bazán

«El cuento será, si se quiere, un subgénero, del cual apenas tratan los críticos; pero no todos los grandes novelistas son capaces de formar con maestría un cuento.»

Emilia Pardo Bazán. La literatura francesa moderna. III. El naturalismo

¿Qué es un cuento?

Digámoslo en corto: un cuento es una narración breve, por lo general ficticia, que en sus remotos orígenes se transmitía de manera oral. Esta podría ser una definición básica, a partir de la cual podríamos disertar añadiendo nuevos elementos descriptivos. Lo cierto es que la variedad de cuentos es tan grande que sería difícil encontrar una descripción que se ajuste a todos ellos. En cualquier caso, como decimos, se trata de una narración, por lo general con pocos personajes y en un contexto geográfico y espacial más o menos delimitado, en la que se da cuenta de un suceso o peripecia que viven esos personajes.

Estructura del cuento

El cuento clásico se articula en tres etapas: presentación, nudo y desenlace. Con la presentación se pretende introducir al lector en la historia dándole datos importantes: quiénes son los personajes, qué relación tienen entre sí, dónde viven. Con dicha presentación el autor intenta involucrar al lector en el cuento desde el principio, si bien es habitual no ofrecer todos estos datos de golpe sino más bien dosificarlos durante toda la narración. El nudo en un cuento es sinónimo de tensión. Es ese momento en el que sucede algo importante que puede marcar un antes y después en la historia. El nudo es un desencadenante. El desenlace intenta cerrar la historia y dar los hechos narrados por concluidos. En algunas ocasiones este no da los hechos por concluidos de manera tajante, sino que invita al lector a que imagine qué será de los personajes a partir de ese momento. Entendamos pues que hay finales cerrados (apenas dejan nada a la imaginación) y finales abiertos (el autor prefiere no sentenciar, sino que permite que cada lector ponga su granito de arena e imagine por su propia cuenta en qué terminará todo, más allá del punto final). El desenlace puede ser feliz o no.

Cuentos para niños y cuentos para adultos

La palabra cuentos ha remitido desde hace generaciones a narraciones para niños. Hoy, sin embargo, es una palabra muy usada para referirnos a historias escritas por y para adultos. Algunas personas prefieren, para distinguir entre cuentos de niños y de adultos, referirse a estos últimos con “relatos cortos”, “historias breves”, “cuentos literarios para adultos”, etcétera.

Para los más pequeños encontramos cuentos de hadas, cuentos con animales (fábulas), fantásticos. Suelen transmitir mensajes positivos y para los más pequeños se publican acompañados de ilustraciones que hacen más amena su lectura.

El cuento para adulto abarca todo tipo de registros y de necesidades. Algunos elementos propios del cuento infantil (el final feliz o el mensaje moralizante) están contraindicados en el cuento literario para adulto.

El siglo de oro del cuento literario

El cuento literario experimentó su gran momento en el siglo XIX. Numerosos autores, muchos de ellos ilustres, se volcaron con este género, lo dotaron de interés y lo convirtieron en un modelo de creación literaria independiente, al margen de su hermana mayor la novela.

A ambos lados del Atlántico deslumbraron cuentistas que asentaron las bases de este género: Edgar Allan Poe y Herman Melville y  en Estados Unidos, Antón Chéjov (Rusia), Maupassant (Francia), Gustavo Adolfo Bécquer  o Pedro Antonio de Alarcón (España)…

Las temáticas se ensancharon: había lugar para las narraciones realistas, fantásticas o costumbristas. Los personas cobraron identidad propia gracias a un trabajo de introspección que antes no se realizaba.

El cuento en el siglo XIX fue más literario que nunca.

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53 comentarios en «1001 Cuentos. Las mejores historias cortas de la Historia»

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Nuevo taller

En este taller se explorarán las dinámicas y desafíos de la gestión cultural independiente, la cual ha experimentado diversos cambios en función de las nuevas tecnologías y de las variaciones de la economía. Se enseñarán estrategias para navegar en un entorno que requiere tanto creatividad como agilidad y practicidad.

El taller irá enfocado principalmente en la literatura, la música y las artes visuales. Además, se responderán todas las dudas que puedan surgir sobre cuatro temas que suelen despertar inquietudes:

  • Herramientas para la planificación y ejecución de proyectos.
  • Técnicas para la captación de recursos y financiamiento.
  • Estrategias de promoción.
  • Alianzas

Está dirigido a artistas, gestores culturales, productores, y cualquier persona interesada en el mundo de la cultura y las artes que desee adquirir conocimientos prácticos sobre cómo gestionar proyectos culturales de manera efectiva y autónoma.

Cannes 2024

El 77º Festival de Cine de Cannes comenzó la semana pasada con 22 películas compitiendo por el máximo galardón del festival, la Palma de Oro. Greta Gerwig lidera el jurado de la competición, siendo la primera mujer directora estadounidense en hacerlo, y será quien otorgue el premio al final del festival el 25 de mayo.

Lista completa de las películas que participan aquí.

Cannes Film Festival Lineup Set: Competition Includes Coppola, Audiard, Cronenberg, Arnold, Lanthimos, Sorrentino & Abbasi’s Trump Movie — Full List 

By Zac Ntim

The Official Selection for the 77th Cannes Film Festival was revealed Thursday, with 19 movies in Competition (see full lists below).

Familiar names who will launch new works in the Competition include Ali Abbasi, who brings The Apprentice, a feature pic about the early life of Donald Trump. Andrea Arnold returns with Bird, starring Barry Keoghan, and Jacques Audiard’s latest, Emilia Perez, a musical with Selena Gomez will also debut in competition.

Elsewhere, American filmmaker Sean Baker brings Anora to the Croisette. Poor Things filmmaker Yorgos Lanthimos will launch Kinds of Kindness, his latest collab with Emma Stone. David Cronenberg returns with The Shrouds, and Paul Schrader will debut Oh Canada starring Jacob Elordi, Uma Thurman and Richard Gere. 

RELATED: ‘The Apprentice’: First Look At Sebastian Stan As Donald Trump & Jeremy Strong As Roy Cohn In Cannes Competition Film

There’s a strong English-language and American presence in the main competition alongside works from newer international filmmakers. Indian filmmaker Payal Kapadia, who picked up the festival’s best documentary prize in 2021, will debut All We Imagine As Light, an Indian-shot feature produced by Thomas Hakim and Julien Graff of the French-based Petit Chaos while debut feature filmmaker Agathe Riedinger also landed a competition spot with Wild Diamond.

RELATED: Cannes Chief Thierry Frémaux Addresses Security Amid Olympics & Global Tensions

Outside of the main competition, headline announcements included Saudi Arabia landing it’s first film at the festival with Tawfik Alzaidi’s Norah, French actress turned filmmaker Noémie Merlant will debut her second feature The Balconettes as a midnight screening, and Cate Blanchette stars in Rumors, a satirical feature from Evan Johnson, Galen Johnson and Guy Maddin.

Already announced big-ticket titles confirmed today include Megalopolis, two-time Palme d’Or winner Francis Coppola’s latest, which has locked a gala premiere slot at the Palais on Friday evening May 17. The film will screen in competition. Out of Competition, Kevin Costner will debut the first part of Horizon: An American Saga as a world premiere. And George Miller’s anticipated sequel Furiosa: A Mad Max Saga has been confirmed for an out-of-comp slot. The new installment will be released theatrically in France on May 22, two days ahead of its U.S. launch.

RELATED: Cannes Head Thierry Frémaux Talks ‘Megalopolis’ Selection: “Francis Ford Coppola Is Part Of The Cannes Family”

Cannes will open this year with Quentin Dupieux‘s French-language comedy road movie Le Deuxième Acte (The Second Act). Léa Seydoux, Vincent Lindon, Louis Garrel and Raphaël Quenard star and will be in attendance. Presented Out of Competition as a world premiere on the Croisette on Tuesday, May 14, the four-part feature will be released in French cinemas on the same day. Following last year’s billion-dollar Barbie, Greta Gerwig will preside over this year’s competition jury.

The Cannes Film Festival runs May 14-25. Here is the Official Selection:

COMPETITION

The Apprentice, Ali Abbasi
Motel Destino, Karim Aïnouz
Bird, Andrea Arnold
Emilia Perez, Jacques Audiard
Anora, Sean Baker
Megalopolis, Francis Ford Coppola
The Shrouds, David Cronenberg
The Substance, Coralie Fargeat
Grand Tour, Miguel Gomes
Marcello Mio, Christophe Honoré
Feng Liu Yi Dai (Caught by the Tides), Jia Zhang-Ke
All We Imagine as Light, Payal Kapadia
Kinds of Kindness, Yórgos Lánthimos
L’amour Ouf, Gilles Lellouche

Diamant Brut (Wild Diamond), Agathe Riedinger (First Film)
Oh Canada, Paul Schrader
Limonov – The Ballad, Kirill Serebrennikov
Parthenope, Paolo Sorrentino
Pigen Med Nålen (The Girl with the Needle), Magnus Von Horn

UN CERTAIN REGARD

Norah, Tawfik Alzaidi
The Shameless, Konstantin Bojanov
Le Royaume, Julien Colonna (First Film)
Vingt Dieux!, Louise Courvoisier (First Film)
Le Procès Du Chien (Who Let the Dog Bite?), Lætitia Dosch (First Film)
Gou Zhen (Black Dog), Guan Hu
The Village Next to Paradise, Mo Harawe (First Film)
September Says, Ariane Labed (First Film)
L’histoire De Souleymane, Boris Lojkine
Les Damnés (The Damned), Roberto Minervini
On Becoming A Guinea Fowl, Rungano Nyoni
Boku No Ohisama (My Sunshine), Hiroshi Okuyama
Santosh, Sandhya Suri
Viet and Nam, Truong Minh Quý

OUT OF COMPETITION

Mad Max (Furiosa: A Mad Max Saga), George Miller
Horizon: An American Saga — Kevin Costner
She’s Got No Name, Chan Peter Ho-Sun
Rumours, Evan Johnson, Galen Johnson, Guy Maddin

MIDNIGHT SCREENINGS

Twilight of the Warrior Walled In, Soi Cheang
I, The Executioner; Seung Wan Ryoo
The Surfer, Lorcan Finnegan\
Les Femmes au Balcon (The Balconettes), Noémie Merlant

CANNES PREMIERE

Miséricorde, Alain Guiraudie
C’est Pas Moi, Leos Carax
Everybody Loves Touda, Nabil Ayouch
En Fanfare (The Matching Bang), Emmanuel Courcol
Rendez-Vous Avec Pol Pot, Rithy Panh
Le Roman de Jim, Arnaud Larrieu, Jean-Marie Larrieu

SPECIAL SCREENINGS

La Belle de Gaza, Yolande Zauberman
Learn, Claire Simon
The Invasion, Sergei Loznitsa
Ernest Cole, Photographe, Raoul Peck
Le Fil, Daniel Auteuil

https://deadline.com//2024/04/cannes-film-festival-lineup-2024-live-francis-ford-coppola-thierry-fremaux-1235881376/

Los novísimos

¿Quieres leer gratis a siete nuevos narradores venezolanos? Gracias a Twitter/X, puedes descargar esta antología de cuentos conformada por:

La generación perdida – Leonardo Mendoza Rivero

El oficio de la perseverancia – Sofía N. Avendaño

A la mitad de un grito – Pamela Rahn Sánchez

La ubicuidad de los chivos – Ysaías Lucas Núñez

El devorador – Andrea Leal

La abuela y yo – Alejandro Coita Sánchez

Náufragos – Gabriela Vignati

Ystoria – José Miguel Mota Mendoza

Miran – Paola Alzuru

Los amores cobardes no llegan ni a amores ni a historias

Por Alicia Chávez

Cuando conocí a Alfonso mi disco preferido de los Beatles era Magical Mistery Tour y mi canción Your mother should know porque me gustaba mucho más la voz de Paul que la del resto del grupo. Para ese entonces, Alfonso no tenía un disco preferido, pero le gustaban todas las canciones de George Harrison. Era más fan de John Lennon, pero decía que recién había descubierto que George era mejor músico. Cursábamos cuarto año de secundaria y, aunque yo tenía mi grupo de amigas, tenía más cosas en común con Alfonso que con cualquier muchacha de dieciséis.

Vivíamos en Maracaibo, una pequeña ciudad que por petrolera pintaba como la segunda más importante de Venezuela, popular por su lago y un sol muy intenso que condenaba a sus habitantes a padecer un verano sin final. Alfonso y yo éramos vecinos y compartíamos el mismo transporte hasta el colegio que quedaba cerca de una de las orillas del lago. Cuando la humedad apretaba él se las arreglaba para conseguir un aventón y fugarnos de clases; como el edificio estaba muy alejado de la autopista salir a pie no era opción. Mientras todos estaban entretenidos en el segundo recreo, yo le lanzaba nuestros morrales por la ventana de atrás y cuando era el momento de subir a los salones me escabullía al estacionamiento de primaria, donde esperábamos al lado del carro o camioneta de algún mensajero o repartidor oportuno que nos sacaría del colegio. Terminábamos en mi casa jugando Mario Bros 3 en el aire acondicionado. Cuando estudiábamos en grupo él coqueteaba con mis amigas que eran más delgadas que yo. Lo hacía desde una auténtica seguridad que no había visto en otros muchachos de mi edad, sobre todo porque nos hacía reír. Si no había trabajos en grupo él pedía venir a mi casa a hacer las tareas juntos y yo le compartía mis apuntes. Su papá le había prometido que si se graduaba con buen promedio podría irse a vivir con él a Caracas. Por eso se la pasaba en mi casa casi todos los días. Me sorprendía que mi mamá se sintiera cómoda con él, tenía el pelo largo y fumaba. Un día Alfonso me preguntó si podía almorzar en mi casa, “mi mamá se fue de viaje y mi hermano se gastó la plata de la comida”.

Sigue aquí.

Los amores cobardes no llegan ni a amores ni a historias

por Círculo Amarillo | Abr 24, 2024

Por Alicia Chávez

*La imagen de portada de Los amores cobardes no llegan ni amores ni a historias fue producida por Copilot.

Cuando conocí a Alfonso mi disco preferido de los Beatles era Magical Mistery Tour y mi canción Your mother should know porque me gustaba mucho más la voz de Paul que la del resto del grupo. Para ese entonces, Alfonso no tenía un disco preferido, pero le gustaban todas las canciones de George Harrison. Era más fan de John Lennon, pero decía que recién había descubierto que George era mejor músico. Cursábamos cuarto año de secundaria y, aunque yo tenía mi grupo de amigas, tenía más cosas en común con Alfonso que con cualquier muchacha de dieciséis.

Vivíamos en Maracaibo, una pequeña ciudad que por petrolera pintaba como la segunda más importante de Venezuela, popular por su lago y un sol muy intenso que condenaba a sus habitantes a padecer un verano sin final. Alfonso y yo éramos vecinos y compartíamos el mismo transporte hasta el colegio que quedaba cerca de una de las orillas del lago. Cuando la humedad apretaba él se las arreglaba para conseguir un aventón y fugarnos de clases; como el edificio estaba muy alejado de la autopista salir a pie no era opción. Mientras todos estaban entretenidos en el segundo recreo, yo le lanzaba nuestros morrales por la ventana de atrás y cuando era el momento de subir a los salones me escabullía al estacionamiento de primaria, donde esperábamos al lado del carro o camioneta de algún mensajero o repartidor oportuno que nos sacaría del colegio. Terminábamos en mi casa jugando Mario Bros 3 en el aire acondicionado. Cuando estudiábamos en grupo él coqueteaba con mis amigas que eran más delgadas que yo. Lo hacía desde una auténtica seguridad que no había visto en otros muchachos de mi edad, sobre todo porque nos hacía reír. Si no había trabajos en grupo él pedía venir a mi casa a hacer las tareas juntos y yo le compartía mis apuntes. Su papá le había prometido que si se graduaba con buen promedio podría irse a vivir con él a Caracas. Por eso se la pasaba en mi casa casi todos los días. Me sorprendía que mi mamá se sintiera cómoda con él, tenía el pelo largo y fumaba. Un día Alfonso me preguntó si podía almorzar en mi casa, “mi mamá se fue de viaje y mi hermano se gastó la plata de la comida”. Así fue como empezamos a comer juntos también. Hablábamos de todo, y siempre terminábamos en desacuerdo: desde si Fito Páez era mejor que Charly García, hasta la temperatura en la que cada uno prefería la leche del cereal. Si yo hablaba del Ave Fénix de los Caballeros del Zodiaco, él respondía con Jean de los X Men. Si yo decía Stephen King él me decía Herman Hesse, y así.

Mis padres organizaron una pequeña celebración la noche de graduación de secundaria. Alfonso no había logrado el promedio para graduarse antes de las vacaciones, iba a ir a recuperatorios. Pensé que no lo vería ese día, pero él se apareció en mi casa con una botella de vino de manzana y su guitarra. Había cursado los últimos años de secundaria con él y no tenía idea de que tocara la guitarra. Sorprendida lo vi empezar su improvisado recital con Something, su canción preferida de George Harrison. Siguió con Polaroid de la locura ordinaria y Rezo por vos, y después Ojalá de Silvio Rodríguez, a quién yo no había escuchado jamás. Esa noche me enteré de que Alfonso era admirador del Che y los ideales cubanos. En la Venezuela democrática de mediados de los noventas, jamás había conocido a nadie de mi edad con “ideología”, de hecho, no conocía a nadie que tuviera siquiera ideas.

Aunque yo quise estudiar Letras mis padres me “sugirieron” que me fuera por Periodismo, porque era más “rentable”. Cuando llegaba de mis clases ahí estaba él esperándome en la banca de la entrada de mi edificio, con su guitarra. Entre cigarro y cigarro, yo le contaba cuánto me aburría en Teoría de la Comunicación, él me contaba de lo cansado que estaba de pelear con su hermano y de que su mamá nunca estuviera en casa. Yo le pedía que cantara La era está pariendo un corazón, algo invisible lo poseía y la energía de su voz borraba todo lo malo del día; además notaba que lucía diferente cuando tocaba: los rulos sueltos se le batían por la fuerza del ras a las cuerdas, y la postura de su cuerpo mutaba en extensión del instrumento. Después de cenar se iba y al llegar a su casa me saludaba desde su balcón antes de apagar la luz.

Pero llegó mi prima de visita, la alta de lacia cabellera y el culo más lindo, y todo cambió. Cuando Alfonso la conoció las canciones y los chistes fueron para ella. Perdí la cuenta de las veces que le tocó Mariposa Tecnicolor. Una de esas noches en las que mi casa se volvía punto de encuentro de conocidos y desconocidos, él se trajo su copia de VHS de la película The Magical Mistery Tour… le dio play y se fue al balcón a conversar con mi prima; mientras Paul me cantaba The fool on the hill la escuchaba corear entre risas: “yo te conozco de antes, desde antes del ayer”.

Mi prima nunca tuvo interés en Alfonso y aunque con su partida todo había vuelto a la normalidad, ya yo no lo veía igual. Sentía una total y absoluta necesidad de él, como si su presencia en mi vida se hubiera revaluado. Me compré un CD copiado de Éxitos de Silvio Rodríguez y descubrí que ni Silvio cantaba mejor sus canciones que Alfonso. Si no me llamaba lo llamaba yo, y cuando no sabía de él me pasaba el día entero vigilando desde mi balcón el suyo. Cuando mi hermana me dijo que quería aprender a tocar guitarra hice que se comprara una para que él viniera a darle clases y pasara mucho más tiempo en casa. Empecé a llevar un diario en donde hablaba sobre la escalada de sus arpegios en mí y de la tristeza de sus ojos al final del día. Estaba segura de que yo también había significado para él un oasis en la desértica adolescencia. Y que aún seguíamos descansado uno sobre la espalda del otro como incomprendidos. Tenía la certeza de que él sabía que, si había algún lugar a donde él pertenecía, era conmigo. Me decidí. Deslicé una carta de cuatro hojas dobladas debajo de la puerta de su casa en donde le revelaba lo que sentía, y la traducción en español del bonus track de mi disco preferido de Alanis Morissette. “Si sientes lo mismo que yo, ven a mi casa”, decía el sobre. Cuando tocó el timbre eran pasadas las diez, nunca había venido tan tarde. Nos sentamos en la banca de siempre y cuando iba a decir algo, no se atrevió. Solo abrió la boca para decir trivialidades sin mirarme a los ojos. Al final empezó a llover y se fue.

Desapareció. Dejó de ir a mi casa y de llamarme. No sabía si comía ni qué hacía todo el día. Me compré unos binoculares para poder ver dentro de su casa desde el balcón y lo peor de todo: lo extrañaba con un dolor físico que ni Shakira con su Antología de pies descalzos podía contener. Vi los días hacerse semanas, hasta que, meses después, una tarde, tomaba una siesta cuando escuché una guitarra, la tonada de Here comes the sun.

—Tu mamá me dejó entrar a tocar la guitarra de tu hermana.

—¿Y tu guitarra?

—Tuve que venderla…

Encendió un cigarro y me lo ofreció.

—¿Quieres que toque algo?

—Sí, toca Quién fuera de Silvio…

Volvió a desaparecer. Mucho después, un 31 de diciembre, mientras me arreglaba para salir a celebrar el fin de año, Alfonso volvió a aparecer de la nada: “¿puedes hacerme una trenza?”. Llevaba la camisa por dentro de un pantalón de plises. Se sentó sin mirarme y yo, obediente y conteniendo la respiración, peiné y ordené sus rulos limpios en lento silencio. Así como llegó se fue, dejándome el olor de su pelo en mis dedos. En algún momento del año siguiente supe que había empezado a salir con una amiga de su hermano. Después que había estado llamando a la prima de una de mis amigas. Pero lo peor fue saber que estaba viendo a la vecina del primer piso. Las noches en las que sabía que él estaba en su departamento eran largas y eternas a la espera de verlo irse. Me fumaba las horas, esperaba en el balcón contemplando el amanecer bajo la mirada curiosa del encargado mientras regaba el jardín.

Terminando mi carrera, conseguí hacer las pasantías en un diario en Mérida, una ciudad de clima frío a seis horas de Maracaibo, así que empecé a viajar con frecuencia. Mi mamá me contaría que, durante mis ausencias, al menos dos veces, se consiguió a Alfonso sentado en la banca frente a la entrada de nuestro edificio.

—¿Quieres subir a tocar la guitarra?

—No, mejor cuando ella regrese.

Nunca me atreví a preguntarle qué pasaba por su cabeza, qué era lo que no me decía, por qué no lo decía, me conformé con esperar a que viniera a mí, así fuera de a ratos. En Mérida empecé a perder trabajos porque prefería estar de fiesta con mi novio que bailaba como Mick Jagger y que usaba pantalones al filo de unas caderas sensuales y masculinas. Cuando finalmente me quedé sin trabajo ni dinero tuve que volver a Maracaibo, a mi casa. Fumando, echada en mi cama, solo veía videos de música y repeticiones de Friends. Una noche Alfonso apareció otra vez. Tenía el pelo más largo y estaba más delgado. Me senté en la cama y él se acostó con su cabeza sobre mis piernas. El cuarto estaba lleno de la luz azul que salía de la televisión, sonaba una canción que se llamaba Abismo que siempre nos gustó a ambos. Yo acaricié sus rulos desparramados sobre mis caderas todo ese rato, hasta que se quedó dormido en un sueño ligero que lo hacía parecer un niño. La semana siguiente se fue a estudiar Cine a San Antonio de los Baños, en Cuba.

Yo no pertenecí demasiado a Maracaibo y tampoco me creí mucho eso de ser periodista, así que me mudé a Caracas en donde logré colarme en la televisión escribiendo guiones para un programa de viajes y turismo cultural. Escuchando conciertos de Soda Stereo y Manu Chao, viajé por caminos de tierra reseñando un país que se suponía hermoso, pero al que ya se le empezaba a ver las costuras por el caos político hasta en los pueblos más remotos. Después de un tiempo más en Caracas, yo también dejé Venezuela.

Hoy, si me preguntaran por los Beatles, contara que estoy tremendamente obsesionada con la canción Tomorrow Never Knows, apareció en un capítulo de mi serie preferida Mad Men para despedir la inocencia de la era de los sesentas; también diría que mi disco preferido es Abbey Road porque jamás se volvería a escuchar a un John Lennon más sensual. Ya no fumo y hace muchísimo tiempo que dejé de escuchar Silvio Rodríguez, no solo porque no me gustara tanto el tono de su voz, sino más bien porque, desde mi exilio provocado por la dictadura, sus ideas me aburren.

Volví a recordar a Alfonso cuando Paul McCartney cantó Something durante su último concierto en Buenos Aires en el 2016. También, cuando Fito Páez cantó Brillante sobre mic durante la gira por los 30 años de Amor después del amor: una seguidilla de fotos de amigos en tiempos pasados, en el balcón de mi casa, pasó en mi mente; en una de esas, una foto de él con la guitarra en la mano y un Belmont colgándole de la comisura de la boca. A ambas publicaciones en Facebook Alfonso le regaló un Like, desde Quebec, Canadá. Tiene dos hijos y varios premios a la mejor edición de sonido en documentales y cortometrajes en francés. También, le han gustado fotos de mi hijo, y en las que saliera con mi mamá y mi hermana. Nunca alguna en donde salga con mi esposo. Hace poco me felicitó por la publicación de mi primera novela. En una foto en donde salgo con un ejemplar entre mis manos comentó: “Qué talento, mi estimada, qué talento”.

*Esta historia fue distribuida por Autores Venezolanos en Argentina.

*Mira, vale, deja de preguntarte si eres bueno o no escribiendo, si podrás o no terminar esa novela en la que tienes tanto tiempo pensando. Mejor ponte a aprender de una de las mejores escritoras del mundo hispano, Ana Teresa Torres, e incríbete en su taller: ¿Cómo se escriben las novelas?

https://x.com//MMJMIGUEL_/status/1790758739642831281?utm_source=substack&utm_medium=email

https://circuloamarillo.com//historias/ficcion/amores-cobardes/?utm_source=substack&utm_medium=email

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Los Chaguaramos, Caracas 1040

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