Se acaba el mundo por 92749732964126 vez ¿Qué leer para explorar el post-apocalipsis?

Taller con Ana Teresa Torres, eventos chéveres para celebrar el Día Internacional del Libro en Caracas y «Desde la pecera», por Becky Plaza

CIRCULO AMARILLO

ABR 17

Si viste el primer episodio de la nueva serie de Prime, Fallout, y luego leíste sobre Israel e Irán, seguro tuviste el apocalipsis en mente durante el fin de semana o tal vez esa fue solo Jessica Rengifo. Por eso, en el boletín de esta semana te decimos qué leer para explorar situaciones extremas:

Vendrán lluvias suaves, Ray Bradbury

Vendrán lluvias suaves y olores de tierra,
y golondrinas que girarán con brillante sonido;
y ranas que cantarán de noche en los estanques
y ciruelos de tembloroso blanco
y petirrojos que vestirán plumas de fuego
y silbarán en los alambres de las cercas;
y nadie sabrá nada de la guerra,
a nadie le interesará que haya terminado.
A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si la humanidad se destruye totalmente;
y la misma primavera, al despertarse al alba,
apenas sabrá que hemos desaparecido”.

Cuento completo

Vendrán lluvias suaves

[Cuento – Texto completo.]Ray Bradbury


La voz del reloj cantó en la sala:

Tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete.

Como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío.

Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!

En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de tocineta, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.

-Hoy es 4 de agosto de 2026 -dijo una voz desde el techo de la cocina- en la ciudad de Allendale, California -repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara-. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.

En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.

-Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno!

Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía fuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: “Lluvia, lluvia, aléjate… zapatones, impermeables, hoy.”.

Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía. Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.

A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante.

Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.

“Las nueve y cuarto”, cantó el reloj, “la hora de la limpieza”.

De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.

Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.

Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.

Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica.

Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.

La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.

El mediodía.

Un perro aulló, temblando, en el balcón.

La puerta de la calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.

Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.

El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.

Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos panqueques que llenaban la casa con aroma de jarabe de arce. El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.

Las dos, cantó una voz.

Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.

Las dos y cuarto.

El perro había desaparecido.

En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.

Las dos y treinta y cinco.

Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de ensalada de huevo. Sonó una música.

Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.

A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.

Las cuatro y media.

Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.

Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento.

De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales.

Era la hora de los niños.

Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.

Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.

Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí.

Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.

-Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?

La casa estaba en silencio.

-Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin-, elegiré un poema cualquiera.

Una suave música se alzó como fondo de la voz.

-Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece…

Vendrán lluvias suaves y olores de tierra,
y golondrinas que girarán con brillante sonido;
y ranas que cantarán de noche en los estanques
y ciruelos de tembloroso blanco
y petirrojos que vestirán plumas de fuego
y silbarán en los alambres de las cercas;
y nadie sabrá nada de la guerra,
a nadie le interesará que haya terminado.
A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si la humanidad se destruye totalmente;
y la misma primavera, al despertarse al alba,
apenas sabrá que hemos desaparecido.

El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.

A las diez la casa empezó a morir.

Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.

La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.

-¡Fuego! -gritó una voz.

Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:

-¡Fuego, fuego, fuego!

La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.

La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.

Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.

El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.

Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.

De pronto, refuerzos.

De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.

El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.

Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.

El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.

La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corran, corran! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corran, corran, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.

En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante…

Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas!

Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.

El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.

En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de tocineta, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.

El derrumbe. El desván se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.

Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.

La aurora se asomó débilmente por el Este. Entre las ruinas se levantaba solo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:

-Hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es…

FIN


“There Will Come Soft Rains”,
Collier’s, 1950

https://ciudadseva.com//texto/vendran-lluvias-suaves/?utm_source=substack&utm_medium=email

El último hombre, Mary Shelley (1826)

El último hombre no es solo una novela de ciencia ficción, sino también una profunda reflexión sobre la condición humana. Shelley nos obliga a confrontar nuestra propia mortalidad y a preguntarnos qué es lo que realmente importa en la vida.

El planeta de los simios, Pierre Boulle (1963)

La novela te invita a pensar sobre temas como la inteligencia, la crueldad, la ética y el futuro de la humanidad. Y si no has visto la adaptación protagonizada por Charlon Heston, ¿qué estás esperando?

La guerra de los mundos, H.G. Wells (1898)

La historia de la novela es contada por un narrador sin nombre en 1904, seis años después de la invasión marciana.

La guía del autoestopista galáctico, Douglas Adams (1979)

Este libro es el primer volumen de una serie famosa que lleva el mismo nombre: La Guía del autoestopista galáctico. Inicialmente, esta serie fue una radiocomedia creada por el propio autor en 1978. Adams te conquistará con su sátira mordaz sobre la burocracia galáctica, la búsqueda del sentido de la vida y la importancia de la amistad.

La niebla, Stephen King (1980)

Una repentina y misteriosa niebla cubre todo a su alrededor impidiendo que los habitantes vean los monstruos que se ocultan entre la bruma. King crea una atmósfera de tensión constante mientras los protagonistas luchan por sobrevivir no solo a las bestias de la niebla, sino también a sus propios miedos y a la desconfianza que surge entre ellos. Una interesante reflexión sobre la naturaleza humana en situaciones extremas.

Nuevo taller

Hablando de libros y de apocalipsis, te contamos que aunque en Venezuela la ciencia ficción es un género poco explotado, Ana Teresa Torres tiene una novela que se acerca bastante a la ciencia ficción: se trata de Nocturama. Ahí te dejamos el dato.

Y aprovechamos para darte otro dato: Ana Teresa Torres dictará, desde el 4 de mayo, el taller virtual ¿Cómo se escriben las novelas? Única edición del año. Reserva tu cupo aquí.

¿Cómo se escriben las novelas?: un abordaje desde los diferentes géneros

Ana Teresa Torres es una de las mejores autoras latinoamericanas y una de las más relevantes de la historia de Venezuela. En 2023 dictamos por primera vez un taller con ella. No sabíamos si lo podríamos volver a repetir y, más de un año después, por fortuna podemos anunciar una segunda edición repotenciada.

¿Repotenciada?

Pues sí, porque en este taller sobre la escritura de novelas, a diferencia de en la edición anterior, se hablará principalmente de la obra de la autora. Y se hará un abordaje teórico sobre los distintos géneros que abarca la novela, poniendo especial énfasis en cuatro de ellos:

  • Histórico (ejemplo: La escribana del viento).
  • Intrahistórico (ejemplo: Me abrazó tan largamente).
  • Policial (ejemplo: El corazón del otro).
  • Distópico (ejemplo: Diorama).

De nuevo, repetimos lo que dijimos en la edición pasada: no sabemos si podremos volver a dictar este taller. Ana Teresa Torres tenía años sin dar clases hasta que volvió a hacerlo con nosotros; por ende, esta oportunidad vuelve a ser especial y casi única.

El taller no es un nivel superior al que dictamos en 2023, sino, más bien, un nivel lateral. Sería un espacio que resultará muy nutritivo para quienes aspiren a escribir, indistintamente del género de su preferencia.

Importante: todos los participantes en el taller «¿Cómo se escriben las novelas?: un abordaje desde los diferentes géneros» podrán acceder a la obra completa de Ana Teresa Torres aquí.

Dictado por Ana Teresa Torres

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O puedes hacer el pago de una vez a cualquiera de las siguientes cuentas:

La inversión es de 80$, que pueden pagarse por transferencia en bolívares, en dólares en efectivo, por zelle, paypal o zinli. En caso de pagar en dos partes, la primera debe cancelarse antes de iniciar el taller y la segunda antes de llegar a la mitad del mismo. Cuentas bancarias:

  • Pago móvil: código: 0102; número de teléfono; 04242421349; número de cédula: 19760825
  • Banco Provincial, cuenta corriente número: 01080010240100181600, a nombre de Blanca Hurtado, cédula de identidad número 19760825.
  • Banco de Venezuela, cuenta corriente número 01020126850000088352, a nombre de Blanca Hurtado. CI 19760825 
  • Cuenta de ahorros Banesco, a nombre de Lizandro Bello, número 0134-0035-10-0352158513. CI: 23652949.
  • Paypal (por favor, tener presente la comisión de la plataforma): lizandrosamuel11@gmail.com
  • Zinli: lisbm1993@gmail.com
  • Zelle (a nombre de Edelsyx Cavanaugh):  productorac.amarillo@gmail.com

En caso de querer inscribirte, puedes hacer la transferencia de una vez y adjuntar por esta vía el comprobante de pago. En lo que la transacción sea verificada, te enviaremos un correo confirmándote que la inscripción se realizó con éxito.

En caso de querer pagar con dólares en efectivo, déjanos tu número de teléfono y te contactaremos por WhatsApp.

Ojalá puedas participar.

¡Quedamos atentos!

Información general de ¿Cómo se escriben las novelas?: un abordaje desde los distintos géneros

  • Facilitadora: Ana Teresa Torres.
  • Fecha de inicio: 4 de mayo.
  • Fecha de finalización: 25 de myo.
  • Días: todos los sábados comprendidos entre las fechas señaladas.
  • Hora de inicio: 11:00 am (Venezuela y Miami) / 9:00 am (México) / 10:00 am (Colombia) / 12:00 m (Argentina y Chile).
  • La duración de cada clase es de dos horas.
  • Todas las clases serán por zoom.
  • En link para conectarse a la sala se les hará llegar a los talleristas el día de la sesión.
  • Inscripción: 80$

Correo:
inscripcionesc.amarillo@gmail.com

Teléfono:
+58 416 822 33 98

https://circuloamarillo.com//talleres/como-se-escriben-las-novelas/?utm_source=substack&utm_medium=email

¡Últimos días para inscribirte!

Que nunca te falten una cámara y los conocimientos para hacer un buen registro. Así que piénsalo dos veces antes de dejar pasar el taller Dirección y lenguaje audiovisual, que dictará Luis Bond desde el lunes 22 de abril.

Pueden participar realizadores, narradores, editores, marketeros, curiosos, intensos, entusiastas del cine, etc. Inscríbete enviando un correo a inscripcionesc.amarillo@gmail.com

Eventos

Desde la pecera

por Becky Plaza

El mejor recuerdo de aquella época es que podía mirarla todo el día a través del vidrio de mi pecera sin que ella lo notara. Era una niña de unos veinticuatro años, menuda como una flor, tan amable como honesta y con una sonrisa blindada que me dejaba desarmado apenas me saludaba. La recuerdo revoloteando de un lado al otro como una mariposa en primavera, tarareando canciones viejas y vestida con camisas de fútbol o beisbol. Era la pasante que el departamento de Recursos Humanos nos había asignado para revisar nuestros procedimientos y ajustarlos a las normas de calidad con la que la empresa quería certificarse. Me tocó la pasante más linda.

Cada viernes me entregaba sus reportes de avance para que los evaluara y se sentaba frente a mí con sus grandes ojos negros expectantes para saber si lo que había hecho me gustaba. Era tan audaz que me presentaba el procedimiento tal como funcionaba, y me daba una propuesta de cómo debía simplificarlo y automatizarlo para reducir costos y tiempos. Su cara de niña contrastaba con la profunda comprensión que tenía del negocio de producir y distribuir calzados.

Era tan apasionada por su trabajo que me hacía sentir culpable por la frustración que sentía con el mío. Una vez la oí decir que estudiar Ingeniería industrial fue lo que decidió el CNU para ella, pero que al graduarse y comenzar a ejercer se pagaría su carrera de cineasta. No quise romperle sus ilusiones, pero yo pensaba lo mismo a su edad. Pasaron los años y me quedé siendo un músico frustrado.

Por cierto, soy Andrés, tengo 45 años y vengo a contarles la historia de cómo terminé enredado con Joanna, la chamita de los dientes de lata que amaba el beisbol y defendía a capa y espada al fútbol nacional, aunque sabía muy bien que era de mala calidad. Cuando la conocí, yo tenía treinta y dos años, un matrimonio fallido a cuestas y una crisis existencial que se intensificó cuando me enganché con ella.

Continúa aquí.

Desde la pecera

por Becky Plaza | Feb 14, 2024

Por Becky Plaza

*La imagen de Desde la pecera fue creada por Copilot

El mejor recuerdo de aquella época es que podía mirarla todo el día a través del vidrio de mi pecera sin que ella lo notara. Era una niña de unos veinticuatro años, menuda como una flor, tan amable como honesta y con una sonrisa blindada que me dejaba desarmado apenas me saludaba. La recuerdo revoloteando de un lado al otro como una mariposa en primavera, tarareando canciones viejas y vestida con camisas de fútbol o beisbol. Era la pasante que el departamento de Recursos Humanos nos había asignado para revisar nuestros procedimientos y ajustarlos a las normas de calidad con la que la empresa quería certificarse. Me tocó la pasante más linda.

Cada viernes me entregaba sus reportes de avance para que los evaluara y se sentaba frente a mí con sus grandes ojos negros expectantes para saber si lo que había hecho me gustaba. Era tan audaz que me presentaba el procedimiento tal como funcionaba, y me daba una propuesta de cómo debía simplificarlo y automatizarlo para reducir costos y tiempos. Su cara de niña contrastaba con la profunda comprensión que tenía del negocio de producir y distribuir calzados.

Era tan apasionada por su trabajo que me hacía sentir culpable por la frustración que sentía con el mío. Una vez la oí decir que estudiar Ingeniería industrial fue lo que decidió el CNU para ella, pero que al graduarse y comenzar a ejercer se pagaría su carrera de cineasta. No quise romperle sus ilusiones, pero yo pensaba lo mismo a su edad. Pasaron los años y me quedé siendo un músico frustrado.

Por cierto, soy Andrés, tengo 45 años y vengo a contarles la historia de cómo terminé enredado con Joanna, la chamita de los dientes de lata que amaba el beisbol y defendía a capa y espada al fútbol nacional, aunque sabía muy bien que era de mala calidad. Cuando la conocí, yo tenía treinta y dos años, un matrimonio fallido a cuestas y una crisis existencial que se intensificó cuando me enganché con ella.

Mi matrimonio con Valentina era la consecuencia de un tórrido romance que comenzó en el bachillerato y que pensamos que nos alcanzaría para el resto de la vida. Nos casamos recién graduados de la universidad, jóvenes y salvajes como éramos, pero nuestro romance se vio estorbado por un “hasta que la muerte los separe”, que se nos hizo muy pesado año tras año, tanto que terminó instalando un muro justo en el medio de nuestra cama. Tal vez éramos muy jóvenes e inexpertos para comenzar el resto de nuestras vidas.

La cotidianidad era una guerra constante entre lo que ambos queríamos y lo que debíamos. Mutamos, crecimos y nos convertimos en monstruos incapaces de reconocerse el uno al otro, y más incapaces aún de reconocer por qué habíamos elegido pasar nuestra vida juntos. Vivíamos realidades distintas bajo un mismo techo. Yo me hice adicto al trabajo para huir de mi casa y ella se obsesionó con la astrología a niveles insólitos. Ponía la casa patas arriba para limpiarle la energía si la luna llena estaba en piscis, y se negaba a usar tecnología si mercurio estaba retrógrado.

Yo, que soy un agnóstico confeso, no solo extrañaba a la Valentina que lo cuestionaba todo, sino que comencé a agobiarme de sus constantes estudios sobre la posición del planeta y la influencia que tenía en nuestras vidas. ¿Sexo? Dependía de donde estuviera venus. ¿Cenar afuera? Dependía de la influencia de la luna en su ascendente. ¿Un viaje de fin de semana largo? Imposible si la luna estaba en Géminis. Llevarle el ritmo cambiante a mi esposa era un maratón agobiante y entonces apareció Joanna de la nada, que era tan terrenal y realista, que hacía que lo etéreo de mi esposa me doliera hasta los huesos.

Nunca propicié nada con Joanna. Nunca le conté la emoción incontrolable que me causaba el olor de su perfume cuando me saluda en las mañanas y lo dejaba pegado a mi mejilla. Tampoco le confesé que tenía cientos de fantasías con el trío de lunares de su pecho izquierdo, ni de los gestos y miradas que guardaba en mi memoria para recrearme en mi soledad. Me conformaba con verla a través del vidrio. Con soñarla en silencio. Ella estaba ahí, cercana pero no a mi alcance. Yo tenía muy claro que era un hombre agobiado al que la presencia de Joanna le daba una ilusión que le servía de bastón para no perder el equilibrio.

Una tarde de cervezada en la fiesta de cumpleaños que la empresa organizaba a final de mes, me pasé de tragos y confirmé los chismes sobre mi fracaso matrimonial. Les dije que mi esposa odiaba la barba y que me la había dejado crecer con la esperanza de que me viera y le naciera el deseo de afeitármela

—¿Será que se lo pido? –pensé en voz alta.

Una profunda tristeza se asomó en su mirada y me dijo con voz quieta:

—Andy, hay cosas que no se piden. Nacen o no nacen.

Me sentí desnudo ante la punzante verdad que acababa de decirme entre líneas: mi matrimonio estaba acabado y todo el mundo lo sabía menos yo.

Esa noche seguí la fiesta por mi cuenta en una barra en Las Mercedes. Encontré una vieja tasca a la que convertí en mi nuevo hogar durante los siguientes meses; en especial los jueves de Ladies Night, en donde me ahogaba en sexo y alcohol con la primera mujer que quisiera llevarse un amante casual a un hotel barato. Los labios extraños recorriéndome con anhelo me ayudaban a olvidar la frustración que sentía porque mi esposa, que solía amarme con tanta pasión, ahora sentía asco de mi olor corporal. Estaba lleno de odio contra Valentina, su equilibrio astral y sus rituales holísticos de sanación del alma. Pero sobre todo me odiaba a mí mismo, a mi miedo a estar solo y a la falta de valor para pedirle el divorcio.

—Andrés, necesitamos dejar esto o vamos a odiarnos por el resto de nuestras vidas –me dijo Valentina la última vez que me miró a los ojos.

—Tienes razón. No podemos seguir pretendiendo que somos una pareja o que esto funciona. ¿Nos separamos un tiempo?

—No, Andrés, yo quiero el divorcio.

—Entonces tramitémoslo cuanto antes, Valen.

Me sonrió como hacía años no me sonreía: con un amor absoluto.

Esa mañana de domingo pautamos los acuerdos del divorcio que ejecutamos de común acuerdo y en estricto silencio. Sus padres nunca me perdonaron que no la rescatara del lugar de donde ella no quería ser rescatada; los míos aun no me perdonan “que les manché el apellido”. Nadie entendió que el mayor acto de amor que nos dimos desde que nos conocimos no fue casarnos sino comprender que debíamos separarnos. Ahora que la veo feliz de ser la astróloga más popular de Latinoamérica, con sus miles de seguidores y sus recomendaciones cabalísticas, lo sé con absoluta certeza.

Pero saber que el divorcio era lo mejor para ambos no me quitó el sentimiento de fracaso. Eso, sumado a la presión familiar y el incipiente quiebre económico por la separación, me dejaron tirado en la lona de mi salud emocional. Mientras tanto, veía a Joanna convertirse en una mujer madura y fuerte del otro lado del vidrio.

Cada tarde salía corriendo a subirse a la moto del noviecito que la pasaba buscando para llevarla a la universidad. Su tiempo como pasante había terminado y ya casi no nos hablábamos; sin embargo, supe que estaba estudiando cine. En las tardes se iba muy rápido y en la hora del almuerzo siempre estaba enredada editando algún video o escribiendo algún guion en un minilaptop canaimita, que cargaba siempre consigo y que la hacía sufrir por no ser el equipo adecuado para sus tareas.

Yo quería comenzar una nueva vida desprendida de todo lo que estuviera relacionado con la anterior, así que decidí vender o regalar todo. Resolví que quería que ella tuviera mi laptop, le daría más utilidad que yo y dejaría de sufrir con los programas de edición. Aún la recuerdo negándose a aceptarla gratuitamente con los ojos llenos de lágrimas contenidas, y a toda la oficina hinchando mi iniciativa hasta convencerla de aceptar. Sólo accedió bajo el estricto acuerdo de pagármela cuando hiciera su primera película exitosa.

Mi situación personal terminó afectando la calidad de mi empleo y el departamento de recursos humanos me instó a tomarme los dos periodos de vacaciones que tenía pendientes. No había forma de negarme y me compré un boleto para estar un par de meses en Nueva York con mi hermano mayor.

Una tarde mientras veía a mis sobrinos correr en el Central Park, me llegó un mensaje suyo diciéndome que la habían llamado de una productora de contenido ubicada al otro lado de la ciudad y era el trabajo de sus sueños. La insté a tomarlo, aunque sabía que ya no la vería a diario desde mi pecera. Y así fue, no volvimos a vernos durante más de un año. Nunca dejé de escribirle y seguía sus pasos a través de las redes sociales con infinito interés, mis “me gusta” no faltaban en ninguna de sus publicaciones.

Ahora el vidrio desde donde la veía era el de la pantalla de mi celular.

Nos reencontramos en el mismo local nocturno de Las Mercedes al que no había vuelto desde antes de irme a Nueva York. Esa noche me animé a ir con los compañeros de la oficina a despedir a uno de ellos que se iba del país, y ella también se plegó al llamado de fiesta. Cuando nos vimos se me abalanzó encima y me envolvió en un fuerte abrazo que me hizo descubrir el olor de atrás de su cuello.

Hablamos de nuestras vidas, brindamos por mi divorcio y por su primera dirección de video musical para una bandita local de reggae, cantamos a voz en cuello lo que fuera que sonara en el local y nos embebimos uno del otro. Si le preguntan cuándo se enamoró de mí, seguro les dirá que esa noche cuando nuestros cuerpos amelcochados en pasión bailaron juntos por primera vez el merenguito de Chino y Nacho que estaba de moda. Y tiene razón: nunca volvimos de ese baile.

La subí por primera vez a mi carro esa noche y todo se llenó de ella. La ansiedad de tenerla sola conmigo me empujó a agarrar la Cota mil para llevarla directo hasta su casa en La Pastora, pero me pidió que paráramos en el mirador. Nos sentamos a contemplar Caracas en un silencio tan ensordecedor que apagaba la chispa con la que arrancó esa noche

Viendo mi inocultable angustia, Joa se viró para decirme algo de la luz de la luna sobre la ciudad y la atrapé por la cintura, la atraje hasta a mí y la besé hasta que me quedé sin aliento. Ella se dejó besar con timidez, sin moverse. Me detuve al darme cuenta de que no lo estaba disfrutando y me sentí como un completo idiota. Le pedí disculpas por dejarme llevar así y le pedí que subiera al carro para llevarla hasta su casa.

—Andy, espérate –me dijo. Se levantó, se paró frente a mí, y, mirándome a los ojos, continuó–. Déjame hacerlo a mi manera –se recostó contra mi cuerpo y me besó con ternura y paciencia. Su beso estaba lleno de paz y ternura. El mío había sido una maraña de urgencias.

—Llévame a casa –me pidió–. No a la mía, a la tuya.

Le ofrecí la llave del carro:

—Vamos a donde tú quieras –respondí.

Puso la llave en mi mano de regreso y cerró mi puño con fuerzas

—Confió en ti –y se subió en silencio al asiento del copiloto.

Mi apartamento era un desastre de cajas de mudanzas que seguía sin desempacar. Me disculpé con ella por el desorden y me respondió:

—Tranquilo, que cuando me mude para acá la decoraré: haré un árbol de rollitos de papel toalé en esa pared, abusaré de los vinilos con frases buenas vibras y pondré una alfombra de huevo frito en el centro de la sala.

Nos reímos con sus ideas de decoración y nos bebimos los restos de una botella de ron que había en mi cocina mientras ella cocinaba pasta con atún. Hablamos, jugamos, nos besamos, nos descubrimos a media luz y con paciencia.

Desperté con la curva de su espalda desnuda recortando la pared vacía de mi cuarto y sus cabellos regados sobre mi almohada. Abrió los ojos un poco después que yo y con una mirada pícara y la risa contendida me dijo:

—Sabes que no le puedes decir a nadie que me conquistaste, ¿no?

—¿Ah no? Será nuestro secreto –le respondí sonriendo

—¡No, no es eso! Cuando acepté ir al bar, lo acepté con la intención de que esto nos pasara. Fui porque quería desnudarte.

—Te creo –le respondí, regresándole la sonrisa. Ella siempre me había desnudado de formas en las que ni siquiera sabía.

Han pasado siete años desde aquella noche y la practicidad de mi chamita sigue siendo mi cable a tierra. Ya no es tan menuda e inquieta como en aquellos años, pero sigue canturreando canciones mientras está concentrada en su trabajo de posproducción de videos de banditas locales en cuyo talento cree tanto o más de lo que cree en el fútbol nacional.

Cuando desempacó sus cosas en casa, sacó de su maleta una bolsa de regalo y me dijo:

—Bueno, lo prometido es deuda.

La alfombra de huevo frito ha sido desde entonces la testigo más fiel de nuestras vivencias. Sigo siendo el loco que la mira con avidez. Solo que ahora nada conmigo en el mismo acuario.

*Esta historia fue producida en el Club de escritura, moderado por Lizandro Samuel.

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